Corren tiempos embriagadores para quienes odian a Donald Trump y a Benjamín Netanyahu. La noticia de que el fiscal del distrito de Manhattan, Alvin Bragg, había convencido a un gran jurado para procesar al expresidente fue recibida con risitas de satisfacción en la izquierda judía, que ya estaba celebrando el reciente revés sufrido por el primer ministro israelí tras dejar en suspenso su reforma judicial.
Ya no es que el procesamiento de Trump en Nueva York lo celebren quienes llaman a Netanyahu "crime minister" por la larga lista de cargos de corrupción contra la que lleva años luchando dentro y fuera de los tribunales; es que les ha permitido enmarcar a ambos políticos, a pesar de las evidentes diferencias entre ellos y en las estratagemas legales que se han desplegado en su contra, en la batalla contra lo que, según Haaretz, es la lucha de ambos contra las instituciones democráticas de sus respectivos países.
Para la izquierda, este es el punto importante.
Su denuncia es que tanto Trump como Netanyahu son enemigos de la democracia, lo que implica que lograr su caída no sea tanto una cuestión de dar su merecido a unos presuntos malhechores como una causa justa en la que las amenazas al bien común se eliminan mediante la lawfare (guerra jurídica). Así, incluso las acusaciones más endebles o el uso de tácticas dirigidas no a hacer cumplir la ley sino a poner a un individuo en la diana se normalizan, en lugar de condenarse como violaciones de la ética jurídica. Cosas que fácilmente se verían como ejemplos de abuso de poder se justifican por mor de un supuesto bien superior.
Por muy diferentes que sean los casos de Trump y Netanyahu, lo que tienen en común es que ambos son líderes políticos señalados en causas que tienen poco que ver con los hechos, sino que más bien tienen el único propósito de acabar con ellos.
Las causas contra Trump y Netanyahu
El procesamiento de Trump está impulsado en gran medida por una novedosa táctica legal centrada en un supuesto pago de dinero a la actriz porno Stormy Daniels para que guardara silencio. Aunque sea deplorable, no es algo ilegal; sin embargo, se está tratando como una suerte de fraude, porque se considera una contribución de campaña no declarada. Se trata de un argumento absurdo que jamás se ha utilizado exitosamente contra ningún político, y es poco probable que resista el escrutinio de tribunales superiores, incluso en el muy demócrata estado de Nueva York. Igualmente, puede que las empresas de Trump hayan sido objeto de escrutinio en busca de alguna ilegalidad como prácticamente ninguna otra compañía inmobiliaria de Nueva York.
Otros cargos que quizá pendan contra Trump en el Distrito de Columbia, donde podría ser acusado de incitar los disturbios en el Capitolio del 6 de Enero, y en Georgia, donde se le acusa de intentar inclinar a su favor las elecciones presidenciales de 2020, pueden tener más sustancia. Sin embargo, ambos tropiezan con otros escollos, como el hecho de que ni siquiera los discursos malos o insensatos son usualmente tratados como un delito.
Trump es una figura singular que ha barrido con todo tipo de precedentes, tanto para bien como para mal; pero la única razón por la que se busca la forma de acusarle es porque se trata de un enemigo político detestado.
Lo mismo puede decirse de las acusaciones contra Netanyahu, aunque el responsable último –el ex fiscal general Avijai Mandelblit– fuera un antiguo partidario convertido en enemigo político del primer ministro israelí.
Los tres casos que enfrenta Netanyahu en un tribunal de distrito de Jerusalén tienen incluso menos fundamento que los que se siguen contra Trump. Uno de ellos tiene relación con su aceptación de costosos regalos –champán y puros– enviados por admiradores, aunque la idea de que eso constituya un abuso de confianza o un fraude es absurda. El segundo se refiere a unas conversaciones entre el primer ministro y el editor del periódico Yediot Ajronot, hostil a sus políticas, en las que Netanyahu sugirió que podría apoyar una legislación que perjudicara al Israel Hayom (la competencia de Yediot favorable a Netanyahu) a cambio de una cobertura favorable. Los fiscales implicados lo calificaron de "abuso de confianza", pero tampoco en este caso está claro qué ley infringió la referida conversación (que no condujo a nada). La tercera acusación suena más sustancial, ya que alega que Netanyahu intercambió decisiones reguladoras que favorecían a la empresa Bezeq a cambio de una cobertura favorable en su sitio de noticias Walla. Pero como Walla se mantuvo crítico con el primer ministro, la afirmación de que se trató de un soborno carece de sentido. Aunque dicho medio de comunicación hubiera cambiado de tono, tampoco hay ninguna ley en Israel que establezca que conseguir un tratamiento favorable sea un soborno.
Al igual que con el complicado intento de utilizar el asunto de Stormy Daniels contra Trump, a los enemigos de Netanyahu no les importa que los casos contra él carezcan de sustancia. Creen que es un criminal simplemente porque resulta un enemigo político odiado difícil de vencer en las urnas. Si un individuo es condenado por violar leyes que en realidad no existen sobre la base de falsas alegaciones de fraude, les parecerá bien; lo verán como atrapar al jefe del crimen de la Era del Jazz, Al Capone, por no pagar sus impuestos en lugar de por asesinato.
La diferencia es que Capone era realmente el jefe de un emporio criminal. Admírelos o no todo lo que quiera, pero Trump y Netanyahu no son criminales. Son actores políticos. Y sus enemigos justifican el uso del aparato legal contra ellos porque afirman que son enemigos de la democracia ante los que los procedimientos ordinarios no aplican.
La verdadera amenaza para la democracia
En los últimos años, es habitual que la izquierda política, tanto en Israel como en Estados Unidos, manifieste sus temores ante una supuesta guerra contra la democracia emprendida por sus rivales. En EEUU, la afirmación de que los republicanos son unos fanáticos "semifascistas" a los que hay que derrotar para salvar la democracia fue un grito de guerra demócrata en las elecciones de mitad de mandato de 2022. En Israel, en los últimos tres meses, cientos de miles de opositores a Netanyahu han recurrido al mismo lenguaje hiperbólico sobre la salvación de la democracia: creen que lo que está en juego es lo suficientemente importante como para justificar el bloqueo de las carreteras y el sabotaje de la economía y la defensa nacionales; en principio, para detener la reforma judicial, pero más bien pareciera que el propósito esencial era derrocar al Gobierno.
Los argumentos de quienes se oponen a la reforma judicial en Israel no resisten un análisis detenido y, en lo esencial, se reducen a que muchos israelíes creen que no se puede permitir que gobiernen los votantes nacionalistas y religiosos que favorecen a Netanyahu y sus aliados. Por eso incluso Yair Lapid, el líder de la oposición, Yair Lapid, y otros de su cuerda se oponen ahora a la reforma, cuando en el pasado fueron ardientes críticos de una Corte Suprema fuera de control y de la ley.
Las denuncias de los demócratas de que los republicanos se oponen a la democracia por sus posiciones sobre las leyes de integridad electoral carecen igualmente de sustancia. Trump puede ser merecedor de críticas por no aceptar la legitimidad de los resultados electorales; sin embargo, la voluntad de los demócratas de sabotear descaradamente su Administración, con teorías conspirativas sobre la colusión rusa, y su utilización de sus aliados mediáticos y tecnológicos para silenciar informaciones negativas sobre la corrupción de la familia Biden en 2020 demuestran que igualmente han actuado mal con tal de conseguir el poder.
Por eso debemos ignorar las afirmaciones de que la defensa de la democracia requiere persecuciones políticas.
Por el contrario, la disposición de gran parte de la opinión publicada a justificar los intentos de encarcelar a los oponentes políticos es antitética para la supervivencia de la democracia en EEUU e Israel. En contra de lo que afirman sus detractores, las guerras legales contra Trump y Netanyahu no consisten en demostrar que nadie, por poderoso que sea, está por encima de la ley. De hecho, a ambos se les está tratando como si estuvieran por debajo de la ley.
Estos procesamientos sólo sirven para socavar la confianza pública en el sistema judicial. Convencen a los partidarios de los acusados de que existe un doble rasero por el que los enemigos políticos reciben un trato diferente.
Independientemente de lo que piensen de ambos hombres, los israelíes y los estadounidenses que se preocupan por preservar la democracia deberían confiar en que las causas contra Trump y Netanyahu se cierren cuanto antes sin que ninguno de los dos resulte condenado. La alternativa es un escenario en el que la democracia, que depende de la aceptación de la legitimidad de la otra parte, corre verdadero peligro. La amenaza real no proviene de los conservadores en ninguno de los dos países, sino de una cultura política, abrazada por la izquierda, que no se detiene ante nada con tal de aplastar a los oponentes.