Puede que hayan visto el rostro de Raif Badawi, un joven saudí, o que hayan leído algún breve artículo sobre él, o que conozcan el increíble esfuerzo que está haciendo The Independent por llamar la atención sobre los crueles castigos que le han impuesto unos tribunales saudíes profundamente antiliberales: 1.000 latigazos – "muy fuertes", según reza la sentencia– a administrar en tandas de 50 durante 20 semanas (cinco meses).
Raif Badawi es un escritor, bloguero y activista social de 31 años que, desde su casa de Yeda, trató de introducir pacíficamente siquiera una leve huella de pensamiento ilustrado entre el Gobierno y la élite religiosa de Arabia Saudí.
Lo hizo principalmente a través de una página y foro público de internet denominada Liberales Saudíes Libres. He aquí una muestra de por qué lo han condenado: "Mi compromiso es (...) rechazar cualquier represión en nombre de la religión (...) un objetivo que alcanzaremos de forma pacífica y respetuosa de la legalidad."
Por ideas tan innombrables como ésta las autoridades saudíes se han cebado con él de una forma tan cruel que han quedado ante el mundo como un hatajo de pervertidos sexuales, insaciables y sádicos.
Raif Badawi con sus hijos, antes de ser encarcelado. |
La vida de Badawi corre grave peligro. Fue detenido durante un breve periodo en 2008, acusado de apostasía, delito que lleva aparejada la pena de muerte en el reino saudí. Al año siguiente se congelaron sus cuentas bancarias y se le prohibió salir del país.
Volvió a ser detenido el 17 de junio de 2012 en Yeda, tras organizar una conferencia para celebrar un día de liberalismo. La conferencia, que debería haber tenido lugar el 7 de mayo, fue prohibida por las autoridades. Pocos meses después, el 17 de diciembre de ese mismo año, compareció por primera vez ante un tribunal general en Yeda. No era un tribunal en el sentido occidental, con selección de jurado, pruebas, exposiciones, etc. La mayoría de los tribunales de Arabia Saudí son tribunales de la sharia, que funcionan conforme a la ley islámica y son presididos por clérigos (ulemas) designados por el Estado. En el caso que nos ocupa, las acusaciones contra Badawi quedaban fuera de lo previsto en cualquier norma internacional: "Poner en funcionamiento una página web que socava la seguridad general", "ridiculizar a figuras religiosas del islam" e "ir más allá de lo que dicta la obediencia". Pocos días después, el tribunal decidió proceder con la acusación de apostasía. Pasaron los meses y el 13 de julio de 2013 se informó de que Badawi había sido condenado a siete años de cárcel y a 600 latigazos por infringir los valores del islam y difundir ideas liberales. Su página web fue clausurada.
Pero aún no habían acabado con él. El 26 de diciembre de 2013 un juez recomendó que se le procesara ante un tribunal superior por apostasía. El 7 de mayo de 2014 su sentencia fue incrementada: 1.000 latigazos seguidos de 10 años de cárcel y una elevada multa de unos 260.000 dólares.
Para empeorar las cosas, en otro ejemplo de justicia saudí, el abogado de Badawi, Walid Abuljair, fue encarcelado. Abulyair, miembro de una destacada familia de clérigos y jueces religiosos, apareció en una lista de Forbes como uno de los 100 principales tuiteros árabes. Su esposa, Samar, es hermana de Raif Badawi. Abuljair fundó el Observatorio de Derechos Humanos en Arabia Saudí. Fue condenado a 15 años de cárcel, seguidos de una prohibición de viajar durante otros 15.
El 9 de enero de 2015 Badawi recibió la primera de las veinte tandas de azotes previstas: 50 latigazos cada vez, que serían infligidos tras las oraciones de los viernes a mediodía ante la mezquita Al Yafali de Yeda, frente al ministerio de Asuntos Exteriores. Malherido –es diabético y físicamente frágil–, afrontó una muerte casi segura mucho antes de que acabara su castigo. Los médicos recomendaron un aplazamiento y durante varias semanas no recibió más azotes.
Entre tanto, comenzó una intensa campaña internacional para pedir su liberación. Su historia apareció de forma destacada en periódicos, revistas, radios y televisiones de todo Occidente. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que los castigos a los que había sido sentenciado eran crueles, inhumanos y degradantes, y que ser azotado supone tortura, prohibida según la legislación internacional.
Las críticas a la inhumanidad de los saudíes alcanzaron cotas muy elevadas en Europa y EEUU. El Departamento de Estado norteamericano hizo pública una enérgica declaración al respecto. La Asamblea Nacional de Quebec aprobó por unanimidad una moción de condena. El príncipe Carlos de Inglaterra, buen conocedor del reino saudí desde hace tiempo, planteó el asunto al nuevo rey, Salman. El pasado 3 de marzo 76 congresistas estadounidenses, demócratas y republicanos hicieron llegar una carta al monarca saudí en la que pedían la liberación de todos los presos de conciencia, incluidos Badawi y Abuljair.
El Gobierno sueco llegó a cancelar un acuerdo de venta de armas con Arabia Saudí como protesta ante la condena. Pocas veces los saudíes han recibido tal cantidad de críticas mundiales como por este asunto. Una retirada discreta y la liberación de Badawi y Abuljair podrían haber resultado rentables a un país que tiene un nuevo soberano, está rodeado por el terrorismo y busca ayuda para su lucha antiterrorista incluso en Israel.
Pero, para mayor indignación mundial, el pasado domingo se informó de que el Tribunal Supremo (del que en un principio se pensó que iba a iniciar las reformas del sistema judicial) había confirmado la sentencia de Badawi en todos sus puntos. La única salida posible que queda ahora es un perdón real. La sentencia es, a todos los efectos, una condena a una muerte lenta, sanguinaria y angustiosa para un hombre cuyo único propósito era hablar tranquila pero sinceramente en un país tan atrasado que prefiere las injusticias y desmanes de la Arabia del siglo VII a cualquier otra cosa (como la misericordia) del siglo XXI, cuya tecnología los saudíes sí que están encantados de disfrutar.
Los saudíes no pueden tener las dos cosas. Por una parte, están encantados de incorporarse al mundo moderno, construir rascacielos, crear universidades, preparar científicos y beneficiarse de los numerosos lujos y comunidades que les ofrece el mundo occidental. Por otra, rechazan todo lo que hace fuerte a Occidente: la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión; la igualdad para las mujeres en la sociedad; la tolerancia de otras religiones y creencias, y la aceptación de la legislación internacional o de los más elementales derechos humanos.
Si Raif Badawi vuelve a ser azotado y muere, su mujer quedará viuda y sus hijos huérfanos, y la reputación de Arabia Saudí, que ya se arrastra por el fango, se hundirá hasta tal punto que puede que nunca más recupere el apoyo o la confianza de nadie. Ya cunde la inquietud en el reino. Arabia Saudí, con su wahabismo radical, su élite clerical y sus pomposos príncipes, sabe que se enfrenta a los ataques del Estado Islámico, así como a los de Irán en el Yemen y al otro lado del Golfo. Los jóvenes saudíes, por mucho que los hayan sobornado y les hayan lavado el cerebro, no son tontos.
La decisión del Tribunal Supremo saudí es peor que enterrar la cabeza en las arenas del Rub al Jali, un enorme desierto prácticamente imposible de atravesar. Es admitir la completa incapacidad de cambiar, aunque a su alrededor el mundo se esté saliendo de control.
Lo que le está sucediendo a Badawi supone también un perfecto recordatorio para cualquiera que afirme sentirse ofendido por la islamofobia; de por qué puede existir, de quién tiene la culpa y de que cosas como ésta son precisamente las que la justifican.
Cualquiera que piense y que tenga sentimientos seguirá trabajando y rezando por la liberación de Raif Badawi, para que pueda regresar junto a su esposa y sus hijos a Canadá, país en el que obtuvo asilo político en 2013.