El reciente movimiento de los "chalecos amarillos" —cuyos miembros se han manifestado todos los sábados en París durante meses— es un símbolo de esta división entre la clase trabajadora y los progresistas gentrificados. En la imagen: Los manifestantes de los "chalecos amarillos" ocupan los escalones que conducen a la basílica de Sacré-Cœur el 23 de marzo en París. (Foto de Kiran Ridley/Getty Images) |
"Respecto a Francia, en 2019, ya no se puede negar una transformación crucial y arriesgada, que está en marcha un 'Gran Giro'", observó el fundador y presidente del Jean-Jacques Rousseau Institute, Michel Gurfinkiel. Se lamentaba de "la defunción de Francia como un país distinguido, o al menos como la nación occidental y judeocristiana que hasta ahora se presumía que era". Un reciente reportaje de portada del semanario Le Point lo llamó "la gran turbulencia".
Giro o turbulencia, los días de la Francia que conocíamos están contados: la sociedad ha perdido su centro de gravedad cultural: el viejo estilo de vida está desvaneciéndose y se acerca a la "extinción". La "francesidad" está desapareciendo y siendo sustituida por una especie de balcanización de enclaves que no se comunican entre sí. Para el país más afectado por el fundamentalismo y el terrorismo islámico, no es una buena fórmula.
El giro francés también se está volviendo geográfico. Francia parece ahora dividida entre los "guetos para los ricos" y los "guetos para los pobres", según un análisis del mapa electoral del mayor periódico de Francia, Le Monde. "En el sector más pobre, 6 de cada 10 nuevos hogares cuentan con un miembro nacido en el extranjero", señala Le Monde. Una especie de abismo separa ahora la Francia periférica —las localidades pequeñas, los suburbios y las áreas rurales— de las metrópolis globalizadas de los «burgueses bohemios». Cuanto más se enclaustren las élites francesas, con sus ingresos y su ocio cultural en sus enclaves, menos probable será que entiendan el impacto diario del fracaso de la inmigración masiva y el multiculturalismo.
Una reciente encuesta europea reflejó estas "dos Francias que no se cruzan ni hablan la una con la otra", observó Sylvain Crepon, de la Universidad de Tours, al analizar el éxito del partido de Marine Le Pen, Agrupación Nacional, en las últimas elecciones al Parlamento europeo. Le Pen y el presidente, Emmanuel Macron, los dos ganadores de las elecciones, hablan para dos grupos sociológicos completamente distintos. En los suburbios de París —Aulnay-sous-Bois, Sevran Villepinte y Seine-Saint-Denis—, Agrupación Nacional, de extrema derecha, ha experimentado un auge. En las ciudades, Le Pen va muy por detrás: quedó la quinta en París, la tercera en Lila y la cuarta en Lyon. Según Crepon:
Estas ciudades quedarán protegidas del voto a Agrupación Nacional por su estructuración sociológica. Eso le da crédito al discurso populista que diagnostica una élite desconectada. Esta [visión] respalda la idea de una ruptura sociológica que no es del todo equivocada.
A un lado de esta ruptura están las localidades como Dreux, que Valeurs Actuelles llamó "la ciudad que prefigura la Francia del mañana":
Por un lado, una ciudad regia con el vestigio de una historia que cree que todo está cambiando [el milenario]; por el otro, las ciudades están imbuidas de tráfico [de drogas] e islam. Los burgueses del centro de la ciudad votan a Macron, y los petit blancs a Le Pen.
Por otro lado, está París. "Todas las metrópolis del mundo conocen ese mismo destino. Aquí es donde fluye la riqueza y donde está la alianza entre los 'ganadores de la globalización' y sus 'sirvientes', los inmigrantes que han venido a servir a los nuevos amos del mundo, a cuidarles los hijos, a llevarles sus pizzas o a trabajar en sus restaurantes", escribe el distinguido analista social Éric Zemmour en Le Figaro. A partir de ahora, "París es una ciudad global, y no en realidad una ciudad francesa", escribe.
"Las clases superiores, burgueso-bohemizadas —según uno de los escritores más respetados de Francia, Christophe Guilluy están llenando las "nuevas ciudadelas" —como en la Francia medieval— y votando en masa a Macron. Han desarrollado "una manera única de hablar y pensar [...] que permite a las clases dominantes sustituir la realidad de una nación sujeta a una grave tensión e insistir en la fábula de la sociedad acogedora". Guilluy ha sido criticado por algunos medios franceses por abordar esta realidad.
El reciente movimiento de los "chalecos amarillos" —cuyos miembros se han manifestado todos los sábados en París durante meses contra las reformas del presidente Macron— es un símbolo de esta división entre la clase trabajadora y los progresistas gentrificados. Según Guilluy, es una "conmoción social y cultural". Esta conmoción, según el filósofo francés Alain Finkielkraut, consiste en la "fealdad de la Francia periférica y sus efectos sobre las vidas concretas, la tristeza de estas clases trabajadoras que no sólo han perdido un estándar de vida, también un referente cultural". En Francia, existe ahora una sensación generalizada de "desposesión".
El partido de Marine Le Pen ha ganado más del doble de elecciones departamentales que Macron. Le Pen ganó en las áreas deprimidas y desindustrializadas del norte, el sur del centro y el este de Francia de donde proceden los chalecos amarillos.
"Desde que me vine a vivir a Francia en 2002, he visto cómo el país ha culminado una completa revolución cultural", escribió hace poco Simon Kuper en Financial Times.
El catolicismo está casi muerto (sólo el 6 por ciento de la población francesa va habitualmente a misa), aunque no de forma tan absoluta como su vieja "iglesia" rival, el comunismo. La población no blanca ha seguido creciendo.
Macron, explica Kuper, es el símbolo de una "nueva sociedad individualizada, globalizada e irreligiosa".
La huida de Francia del catolicismo es tan evidente, que un nuevo libro, L'archipel français: Naissance d'une nation multiple et divisée, del encuestador Jerôme Fourquet, ha descrito el fracaso cultural de la sociedad francesa como una "era poscristiana": el alejamiento de la sociedad francesa de su matriz católica es ya casi total. El país, afirma Fourquet, está ahora implementando su propia descristianización. Y sólo hay un sustituto fuerte en el horizonte. Hoy ya hay, según un nuevo estudio académico, tantos musulmanes como católicos entre los jóvenes de Francia de 18 a 29 años, y los musulmanes representan el 13% de la población de las ciudades más grandes de Francia, más del doble de la media nacional.
A veces, los sentimientos musulmanes de solidaridad comunitaria parecen haberse aprovechado de esta fragmentación al crear sus propios "guetos de la sharía". Un informe del Institute Montaigne, «La fábrica islamista», ha detallado la radicalización de la sociedad francesa musulmana. En lugar de la integración, la asimilación y la europeización, los extremistas musulmanes de Francia quieren el multiculturalismo, la separación y la división. Los enclaves de inmigrantes en las afueras de las ciudades francesas, plantea Gilles Kepel en su libro La fracture, fomenta "una ruptura con los valores de la sociedad francesa y la voluntad de subvertirlos". "La gente no quiere vivir junta", dijo Gérard Collomb, exministro del Interior de Francia, en unas declaraciones recogidas por Valeurs Actuelles.
Esta "fractura" se volvió a señalar en la misma publicación: "Cuatro de cada diez niños de Seine-Saint-Denis tienen nombres de pila musulmanes". El encuestador Jérôme Fourquet reveló en un nuevo estudio que "el 18% de los recién nacidos en Francia tienen nombre musulmán".
El "Gran Giro" de Francia está en proceso. Como escribió hace poco el filósofo Alain Finkielkraut, "El incendio de Nôtre Dame no es ni un atentado, ni un accidente, sino un intento de suicido".