El atentado en Berlín del 19 de diciembre de 2016 era predecible. La canciller alemana Angela Merkel creó las condiciones que lo hicieron posible. Ella acarrea con una tremenda responsabilidad. Geert Wilders, diputado de los Países Bajos y uno de los líderes más clarividentes de Europa, la acusó de tener sangre en sus manos. Lleva razón.
Cuando Merkel decidió abrir las puertas de Alemania a cientos de miles de musulmanes de Oriente Medio y otros países más lejanos, tuvo que saber que los yihadistas se ocultaban entre la gente que entraba en avalancha. También tuvo que saber que la policía alemana no tenía forma de controlar la masa que entraba y que se vería rápidamente superada por el número de gente que tendría que controlar. Y aún así, lo hizo.
Cuando se produjeron cientos de violaciones y agresiones sexuales en Colonia y otras ciudades de Alemania en Nochevieja el año pasado, dijo que los perpetradores serían castigados "con independencia de su origen", pero no cambió su política. Cuando se produjeron ataques en Hanover, Essen, Wurzburgo y Múnich, tardó en hacer declaraciones, y después pronunció frases esterilizadas sobre la "necesidad" de combatir el crimen y el terrorismo. Pero siguió sin cambiar de política.
No cambió de postura hasta hace poco, al parecer porque quería volver a ser candidata en 2017 y estaba viendo decrecer su popularidad.
Las declaraciones que hizo inmediatamente después del atentado del 19 de diciembre fueron estupefacientes. Dijo que "si el atacante es un refugiado", será "muy difícil de sobrellevar", y que será "particularmente repugnante para todos los alemanes que ayudan cada día a los refugiados".
Esas palabras se podrían considerar una simple ingenuidad si se carece de información, pero Angela Merkel no tiene esa excusa. Es imposible que ignorara las advertencias de los servicios de inteligencia alemanes y estadounidenses respecto a que los terroristas del Estado Islámico se estaban ocultando entre los refugiados y que planeaban utilizar camiones en atentados en periodo navideño. La situación soportada por los alemanes ha sido extremadamente difícil de sobrellevar durante más de un año. La tasa de crímenes se ha disparado; han entrado enfermedades erradicadas hace décadas, sin vacunas –que se dejaron de fabricar hace tiempo– para tratarlas; el Gobierno está confiscando segundas viviendas para acoger a los migrantes sin compensar a los dueños, y así sucesivamente. No llevó mucho tiempo descubrir que el principal sospechoso del atentado en Berlín era un solicitante de asilo que vivía en un centro de refugiados.
En otro país, Merkel habría tenido que dimitir por la vergüenza; en Alemania, se presenta a la reelección.
La población alemana está envejecida y la tasa de natalidad es peligrosamente baja: 1,38 hijos por cada mujer. Los inmigrantes están reemplazando a la población alemana, que ha ido desapareciendo poco a poco. Los alemanes que fallecen son cristianos o, más a menudo, laicistas no religiosos. Como en todas partes en Europa, el cristianismo está desapareciendo; los inmigrantes que están reemplazando a los alemanes son musulmanes.
La economía alemana sigue fuerte, pero está perdiendo impulso. Los retornos sobre el capital invertido van en descenso. En un momento en que el capital humano es la principal fuente de beneficios, el alemán está colapsando: la gente de países subdesarrollados no puede reemplazar fácilmente a los alemanes, altamente cualificados. La mayoría no tiene competencias para competir en el mercado; los recién llegados permanecen mucho tiempo en el paro y la dependencia. Del millón doscientos mil migrantes que llegaron a Alemania en 2014 y 2015, sólo 34.000 encontraron trabajo. Si la tasa de desempleo es baja, es porque hay una creciente escasez de trabajo: hoy, el 61 % de los alemanes tiene entre 20 y 64 años. Se espera que, para mediados de siglo, la cifra caiga al 41 %.
Los discursos de la propaganda políticamente correcta que se emiten infatigablemente en Alemania –como en el resto de Europa– nunca hablan de demografía. En su lugar, refutan cualquier evidencia de que la economía alemana no vaya bien. También dicen que el islam y el cristianismo son equivalentes; son obstinadamente ciegos al hecho de que el islam es más que una religión: es un sistema político, económico y moral que abarca todos los aspectos de la vida, y que jamás ha coexistido durante mucho tiempo o en paz con una cultura distinta a la suya. Estos discursos ignoran casi completamente el auge del islam radical y el terrorismo islámico; sostienen, en cambio, que el islam radical es una confesión marginal, y que el terrorismo islamista sólo recluta a lobos solitarios o enfermos mentales. Sobre todo, repiten constantemente que cualquier crítica a la migración o el islam es ignominiosa y racista.
La población alemana está intimidada por el miedo, por la conducta antisocial de muchos migrantes y por la política de declaraciones de sus propios Gobiernos. Muchos alemanes ni siquiera se atreven a hablar. Los que usan el transporte público se resignan a los insultos. Agachan la cabeza y corren a refugiarse en sus casas. La asistencia a restaurantes y cines está cayendo en picado. Las mujeres se han resignado a llevar ropas "modestas" y a cuidarse de no salir solas. Las protestas organizadas por Pegida (Europeos Patriotas contra la Islamización de Occidente) jamás han atraído a más de un millar de personas después de que sacaran una foto de su fundador donde aparecía caracterizado de Hitler.
Alternativa para Alemania (AfD), el partido que pide frenar la inmigración musulmana en Alemania y no deja de sumar votos, sigue siendo no obstante un partido minoritario. La ley que condena la incitación al odio (Volksverhetzung), presumiblemente concebida para evitar una vuelta a las ideas nazis, es esgrimida como una espada contra cualquiera que hable con demasiada crudeza de la creciente islamización del país.
El 20 de diciembre, Angela Merkel quiso depositar rosas blancas en el lugar del atentado contra el mercado navideño. Miles de alemanes hicieron lo mismo. Muchos llevaban velas y lloraban. Pero la rabia y la voluntad para combatir la amenaza siguen brillando por su ausencia. Tras unas pocas semanas, se pasará página, hasta la próxima vez.
Nada describe mejor el actual estado de Alemania que el triste destino de Maria Landenburger, una muchacha de 19 años asesinada a principios de diciembre. Maria Landenburger, miembro de una organización de ayuda a los refugiados, estaba entre los que dieron la bienvenida a los migrantes en 2015. Fue violada y asesinada por una de las personas a las que estaba ayudando. Su familia pidió a quienes quisieran rendir homenaje a su hija que donaran dinero a a las asociaciones de ayuda a los refugiados, para que pudieran venir más refugiados a Alemania.
La gran mayoría de los alemanes no quiere ver que Alemania está en guerra porque un enemigo inmisericorde se la ha declarado. No quieren ver que se ha declarado la guerra contra la civilización occidental.
Aceptan la derrota y hacen dócilmente lo que los yihadistas quieren que hagan: someterse.
En un análisis sobre el atentado del 19 de diciembre contra el mercado navideño, el periodista alemán Josef Joffe, director de Die Zeit, explicó la decisión de Merkel de acoger a los refugiados como "un acto de expiación", y una forma de dar cobijo a una población amenazada siete décadas después del Holocausto. También explicó la pasividad de muchos alemanes por un sentimiento de culpa colectiva.
Si Joffe está en lo cierto, y Angela Merkel no ve la diferencia entre los judíos exterminados por los nazis y los musulmanes que amenazan con exterminar a los cristianos, los judíos y otros musulmanes, es que está más despistada de lo que parece.
Si muchos alemanes se sienten llenos de culpa colectiva hasta el punto de querer compensar lo que Alemania hizo a los judíos dando la bienvenida a cientos de miles de musulmanes que dicen abiertamente que quieren sustituir la cultura judeocristiana de Alemania con el islam, y que están reemplazando a su población cristiana con una musulmana –que incluirá asesinos despiadados entre sus filas–, es una prueba de que, o bien los alemanes se odian hoy tanto a sí mismos que desean su propia destrucción, o bien han perdido la voluntad de plantar cara por aquello que les importa: un acto al que se le llama rendición.