La consolidación de mercado fruto de las regulaciones gubernamentales ha dejado a un puñado de compañías en lo más alto. Cuando una de ellas, como Abbott en la leche de fórmula, tiene un traspié, las consecuencias son catastróficas. Consolidaciones similares en los productos alimenticios, papeleros y los supermercados han reemplazado una economía dinámica por otra cartelizada. En la imagen (Joseph Prezioso/AFP via Getty Images), una clienta mira los estantes vacíos de la sección de leche de fórmula en un supermercado de Chelsea, Massachusetts, el pasado 20 de mayo. |
Primero fue la leche de fórmula, y ahora lo que faltan son tampones. El precio de los tampones ha subido un 10% debido a que la subida del petróleo está afectando al coste del plástico, y el del algodón debido a la fabricación de mascarillas y a la guerra de Ucrania. Un montón de fertilizante proviene de Ucrania y Rusia. Así como el neón, que se utiliza para la fabricación de semiconductores. La escasez de chips está provocando el cierre de plantas de automóviles.
He aquí el mundo minuciosamente interconectado jaleado por periodistas como Thomas Friedman, maravillado por cómo el Big Data y la globalización han unido todo.
"Nunca ha habido una guerra entre dos países con McDonald's", proclamó en su día Friedman. En su gran panegírico de la globalización, La Tierra es plana, decía que "nunca guerrearán entre sí dos países insertos en una gran cadena global de suministros, como la de Dell, mientras sean parte de la misma".
McDonald's se ha ido de Rusia, y los establecimientos que tiene en Ucrania pueden volar por los aires en cualquier momento. Rusia ha restringido sus exportaciones de neón, mientras que las de Ucrania han descendido abruptamente. El consejero delegado de Dell, Michael Dell, ha advertido de que la escasez global de chips puede durar años.
Demasiado para la Teoría Dell y de los Arcos Dorados sobre la prevención de conflictos aneja al globalismo.
La Tierra no es plana sino bien redonda. Y la Historia no es una línea ascendente hacia lo correcto, sino igualmente un círculo. Por eso es por lo que el Islam está de nuevo en guerra contra Europa, Rusia invade Ucrania, China relanza su imperio y la tierraplana está experimentando un movimiento tectónico.
Los adalides de la globalización no han hecho más que recrear la planificación central marxista con un modelo global algo más flexible en el que las corporaciones mastodónticas trascienden las barreras globales a fin de crear los medios más eficientes para mover bienes y servicios por todo el planeta. Las fronteras caerían y los intercambios culturales harían que todos fuésemos uno, lo que daría lugar a la gran unión de la Humanidad.
Pero lo que verdaderamente significa un mundo interdependiente son yihadistas argelinos disparando en París, pandilleros salvadoreños decapitando norteamericanos a las puertas de Washington DC y falta de vehículos y tampones como consecuencia de la guerra de Ucrania, así como más radicalismo y extremismo que nunca.
Tratar de aplanar el mundo ha hecho que rebote.
El nuevo orden mundial tecnocrático de megacorporaciones que consolidan mercados y distribuyen los productos con sistemas de entrega puntualísimos se las tiene que ver ahora con una cadena de suministros quebrada. La inflación creciente y las disrupciones internacionales hacen la planificación prácticamente imposible incluso a las grandes compañías, de ahí que produzcan menos y se encojan de hombros ante las carestías.
Estamos en economía de guerra porque nuestro sistema se ha tornado demasiado vasto e inflexible como para ajustarse al caos. Biden sigue confiando en el Acta de Producción para la Defensa para todo, hasta que, a su debido tiempo, la economía quede sovietizada. Cuanto más trata el Gobierno de imponer estabilidad en el caos, menos responden y producen los actores dominantes.
La consolidación de mercado fruto de las regulaciones gubernamentales ha dejado a un puñado de compañías en lo más alto. Cuando una de ellas, como Abbott en la leche de fórmula, tiene un traspié, las consecuencias son catastróficas; otras, como Procter & Gamble, que controla cerca de la mitad de los productos menstruales, no tienen que preocuparse por perder cuota de mercado. Consolidaciones similares en los productos alimenticios, papeleros y los supermercados han reemplazado una economía dinámica por otra cartelizada.
Tras todas las marcas que se ven en los estantes de los comercios hay un sistema soviético decrépito en el que un puñado de empresas masivas interconectadas con el Estado producen perezosamente productos de baja calidad en grandes cadenas de suministros que ya no controlan, y sienten poca presión competitiva para hacerlo mejor. Lo único que sigue siendo americano en el supermercado es la publicidad.
Los problemas con el sistema eran menos llamativos cuando los mecanismos predictivos funcionaban y los suministradores extranjeros iban a la busca de dólares americanos. Bajo presión, los puntos de quiebra son demasiado obvios, y lo que es menos menos obvio es que el sistema no tiene intención de repararlos.
No necesita hacerlo.
Una élite fuera de onda responde a los problemas con garantías sin sentido, bromitas y wokismo. Como la propaganda soviética, lo único que los comunicados corporativos comunican es la enorme diferencia entre quienes dirigen el sistema y quienes están atrapados en su engranaje.
Pero pese a su complicidad, las masivas empresas monopolísticas no han erigido este mundo.
Biden y los demócratas se desviven por culpar a las compañías de sacar tajada de la inflación creada por el gasto federal. Pero pocas prefieren la crisis actual al año 2019. Casi nadie disfruta con no poder hacer una planificación racional del futuro. Las grandes corporaciones y sus inversores se preocupan más por un plan de crecimiento que por los beneficios trimestrales.
Los demócratas fueron los grandes campeones de la globalización. Sus regulaciones llevaron a una consolidación del mercado nunca vista y a recortes en el empleo nacional. Las corporaciones fueron presionadas para exportar trabajos republicanos sucios a China y retener en casa los limpios, los de oficina, los de los demócratas. La devastación se cernió sobre las clases media y trabajadora, y se reconstruyó toda nuestra economía para que fuera dependiente de China y de una cadena mundial de suministros que sólo los globalistas podían considerar inexpugnable.
El impacto de los precios del petróleo impuestos por la OPEP durante el mandato de Carter se convirtió en el modelo para toda la economía. Una guerra en cualquier lugar afecta a los norteamericanos. Docenas de países tienen el poder de desbaratar nuestra economía, intencionadamente o no. Incluso las promesas medioambientales de independencia energética han devenido una farsa en la que nuestro Gobierno suplica a China para que le suministre más paneles solares.
La interdependencia ni siquiera ha conducido al Gobierno mundial que anhelaban los globalistas, sino a un caos global en el que impotentes potencias occidentales tratan de hablar al resto del mundo de luchar para evitar los aluviones refugiados, las elevadas facturas de la energía y los estantes vacíos los supermercados.
Tras vender la soberanía económica americana, los globalistas se han mostrado incapaces de mantener la estabilidad global. Carentes de voluntad para hacer frente a China, Irán o Rusia, todo lo que hacen es celebrar conferencias internacionales y poner en pie una burocracia internacional inútil.
Diga lo que quiera sobre la Liga de las Naciones, pero sólo tenía 700 empleados en Ginebra. Los 44.000 empleados de la ONU solo son la punta del iceberg de todas esas organizaciones multinacionales que dicen sostener el orden internacional.
La globalización globaliza la ineptitud del orden global. Sus grandes planes, como los de la URSS, nunca casan con el caos de la naturaleza humana y sus ambiciones. Políticos, filántropos y filósofos han trabajado para reemplazar el dinamismo americano con un mecanismo de relojería. Los viejos artefactos de Babbage se convirtieron en servidores que sostenían una nube muy apta para las comunicaciones instantáneas, pero que adolecen de las mismas limitaciones aplanadoras.
Nunca se pensó que América fuera plana. Fue una tierra descubierta por quienes comprendieron que el mundo era redondo. El aplanamiento de América ha deprimido su economía y su espíritu. Un mundo plano sin lugar para el excepcionalismo americano se está convirtiendo de hecho en el campo de juegos de los excepcionalismos chino y ruso. Y la economía americana se está convirtiendo en una gran carestía permanente.
Daniel Greenfield, Shillman Journalism Fellow en el Freedom Center, es un periodista de investigación y un escritor especializado en la izquierda radical y el terrorismo islámico.