El presidente de Francia, Emmanuel Macron, parece confiar en que el agotamiento lleve a los Chalecos Amarillos a la rendición, pero no parece que haya signos de que se vaya a producir. Al contrario, los Chalecos Amarillos parecen empeñados en acabar con él. En la imagen, una protesta de Chalecos Amarillos en París, el pasado 15 de diciembre. (Foto: Veronique de Viguerie/Getty Images). |
Estrasburgo, Francia. Mercado navideño. Son las 20.00 h. del 11 de diciembre. Un hombre grita "Alá Akbar" ("Alá es el más grande") y dispara a un transeúnte, después hiere a varios con un cuchillo. Asesina a tres personas allí mismo y hiere a decenas de personas más, algunas de gravedad. Dos morirán después a causa de las heridas. El asesino escapa. Dos días más tarde, la policía lo dispara y lo mata.
Era conocido por la policía. Cuando los miembros del Directorio General de Seguridad Interna y algunos gendarmes fueron a su casa unas horas antes, había escapado. Aunque sabían que era un peligroso islamista armado listo para actuar, y que los mercados navideños habían sido, y podían ser, probables objetivos, no se activó ningún dispositivo de vigilancia.
Al asesino, Cherif Chekatt, de hecho, no se le debería haber permitido ir por la calle. Tenía 29 años, su nombre figuraba en la lista de personas denunciadas por radicalización terrorista (FSPRT), y ya había sido sentenciado por delitos en 27 ocasiones. Sin embargo pudo campar a sus anchas, sin la vigilancia de la policía.
Su caso es similar al de muchos terroristas yihadistas de Francia en la última década. Entre ellos, Mohamed Merah, que asesinó a varios niños judíos en Toulouse en 2012; Cherif y Saíd Kuachi, que asesinaron a la mayor parte del personal de la revista satírica Charlie Hebdo en 2015; y Amedy Culibaly, que asesinó a varias personas en un supermercado kosher días más tarde.
Los sucesivos gobiernos no han hecho absolutamente nada para remediar la situación. En su lugar, han pronunciado discursos y emplazado a soldados en las calles. "Los jóvenes franceses deben acostumbrarse a vivir con la amenaza de los atentados", dijo el entonces primer ministro, Manuel Valls, en 2015. Dos años más tarde, justo antes de la primera vuelta de las elecciones francesas, Emmanuel Macron, aún candidato, empleó casi las mismas palabras. El terrorismo, dijo, "es imponderable" y constituirá "una amenaza que será parte de la vida diaria de los franceses en los años venideros".
Las leyes francesas son extremadamente laxas. Ni siquiera los asesinos múltiples y los terroristas reciben largas sentencias de cárcel. La mayoría de las cárceles se han convertido en estaciones de reclutamiento de yihadistas. Actualmente, más de 600 zonas de exclusión están bajo el control de imanes y bandas musulmanas. Los islamistas, aparentemente "listos para actuar", se cuentan por millares. La policía simplemente carece de personal o recursos materiales para vigilarlos a todos.
Los únicos políticos que han propuesto un endurecimiento de las leyes contra el terrorismo, o que han dicho que se necesitaban medidas excepcionales –como uso más amplio de los brazaletes electrónicos– para contrarrestar las crecientes amenazas, provienen de partidos considerados de "extrema derecha". Los principales medios tacharon inmediatamente a estos líderes de "extremistas" y se desecharon sus propuestas.
Macron y su gobierno continúan la desafortunada tradición de someterse a la corrección política. Parecen preferir apaciguar a los extremistas que enfrentarse a ellos.
Estos políticos son sin duda conscientes de que se podrían producir más disturbios. En 2016, el jefe del Directorio General francés para la Seguridad Interna, Patrick Calvar, habló de un alto riesgo de "enfrentamiento entre comunidades", tal vez incluso de guerra civil.
Estos funcionarios, obviamente, entienden que los terroristas están tomando parte en una larga guerra y que será difícil pararlos, así que parecen haberse rendido. Estos funcionarios son sin duda conscientes de que son cada vez más los jóvenes musulmanes franceses que se están radicalizando. La respuesta, sin embargo, ha sido fortalecer las instituciones musulmanas en Francia.
Aunque, presumiblemente, estos funcionarios también ven que la inmigración musulmana en Francia continúa, y que cientos de miles de inmigrantes ilegales musulmanes están generando motivos de preocupación por la seguridad, no hacen nada para revertir la tendencia. La cifra de deportaciones va en aumento, pero siguen siendo poco habituales: poco más de 26.000 personas fueron deportadas en 2017. Mientras, más de 150.000 inmigrantes ilegales viven en Seine Saint Denis, cerca de París. Macron, desde que se convirtió en presidente, ha llamado repetidas veces "xenófobos" a los que le piden que expulsen a los inmigrantes ilegales.
Macron y el actual gobierno, de hecho, han alentado una mayor inmigración: todos los inmigrantes ilegales de Francia reciben ayuda económica si la piden, y también atención sanitaria gratuita, sin casi arriesgarse a ser deportados.
Cada año, se expiden más de 200.000 permisos de residencia (262.000 en 2017), incluidos a inmigrantes ilegales. Muchos no tienen competencias profesionales, y a algunos se les paga durante décadas el ingreso mínimo que se le paga a cualquiera que esté pasando dificultades.
La asistencia social para inmigrantes, legal o no, se añade al coste de un sistema de bienestar cada vez más caro. Francia es hoy el país con mayores impuestos del mundo desarrollado: las tasas obligatorias suponen más del 45% del PIB. Hay un alto nivel de paro: el 9,1%. Los salarios normales son bajos y están congelados. Un profesor de una escuela pública empieza ganando 1.794 euros al mes. Un funcionario de policía gana, tras un año de servicio, aún menos: 1.666 euros al mes.
Macron, cuando fue elegido presidente, prometió impulsar el crecimiento y mejorar el poder adquisitivo. Para fomentar que las compañías grandes y las multinacionales invirtieran en Francia, les bajó los impuestos y eliminó el impuesto a la riqueza. Como al parecer no quería elevar el déficit presupuestario francés (2,6% en 2017), creó nuevos impuestos y subió algunos de los que paga toda la población, incluidos los impuestos a la gasolina.
Fue en ese contexto cuando surgieron las protestas de los "chalecos amarillos" ("gilets jaunes"), que llevan causando agitación en Francia ocho fines de semana. Han asegurado que van a seguir manifestándose.
Los nuevos impuestos, además de la subida de los ya existentes, han puesto a muchas personas en verdaderos apuros económicos. Muchos también han considerado que la rebaja de los impuestos a las grandes empresas, aparejada con la supresión del impuesto a la riqueza, es indignantemente injusta. Ven perfectamente que la falta de seguridad se está extendiendo, que la inmigración está explotando y que el Gobierno no vela lo suficiente por la ley y el orden.
Las declaraciones de Macron, como su comparación entre "los que tienen éxito y los que no son nada", o su afirmación de que "la vida del emprendedor es mucho más dura que la de cualquier empleado", le dan una imagen de novato arrogante que desprecia a los pobres y no sabe nada de los problemas a los que se enfrentan. Algunas de sus palabras, como que "no hay una cultura francesa", o que los franceses son galos que "se resisten al cambio", hizo creer a muchos que ni siquiera tiene respeto por los franceses o por Francia.
La proliferación de los radares de velocidad en las carreteras, y la reducción del límite de velocidad a los 80 km/h, al margen de las autopistas, así como el consecuente aumento de las multas por velocidad, tampoco ayudaron a mejorar sus niveles de aprobación.
Por último, una subida adicional de los impuestos a la gasolina desató una revuelta que hasta la fecha no ha terminado.
La primera protesta de los "chalecos amarillos", que tuvo lugar el 17 de noviembre, reunió espontáneamente a cientos de miles de personas en todo el país y tuvo el apoyo de más del 80% de la población.
En vez de reaccionar enseguida y decir que entendía las dificultades que millones de franceses, Macron esperó diez días hasta que se produjo una segunda manifestación, mayor que la primera, para responder. Después dio un discurso centrándose en el medio ambiente y haciendo hincapié en que los impuestos a la gasolina eran necesarios para combatir el "cambio climático".
Sus palabras parecían completamente ajenas a las angustias económicas que siente la población.
Cuatro días después, el 1 de diciembre, una tercera manifestación atrajo más gente aún que la primera. Los manifestantes ondearon banderas francesas y cantaron el himno nacional. Algunas personas que hablaron en televisión dijeron que Macron se había reído de ellos y le recordaron sus promesas. Le exigieron que dimitiera, nuevas elecciones y que la población recuperara la soberanía.
Bandas de los suburbios saquearon tiendas y destruyeron propiedades. La policía se ensañó con especial brutalidad con los manifestantes, pero no detuvo los saqueos o la destrucción.
Macron no dijo nada.
El 8 de diciembre, cuarto día de manifestaciones, París estaba prácticamente sitiado. Se desplegaron carros blindados a lo largo de las principales avenidas. Miles de policías cerraron los accesos al barrio de la residencia presidencial, el Palacio del Eliseo. Un helicópteros aguardaba en el jardín del Palacio del Eliseo por si había que evacuar a Macron. Los saqueos y los destrozos comenzaron de nuevo.
Cuando Macron decidió por fin decir algo, el 10 de diciembre, anunció una ligera subida del salario mínimo y la supresión de algunos impuestos. Prometió abrir un "debate nacional" y anunció que tenía que revisar las normas para la inmigración. Sin embargo, mientras Macron estaba haciendo sus declaraciones, uno de sus emisarios estaba en Marruecos en representación de Francia para firmar el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular de la ONU, que define la inmigración como "beneficiosa" para los países huéspedes. Según este pacto, los países firmantes se comprometen a "fortalecer los sistemas de prestación de servicios inclusivos para los inmigrantes". Al día siguiente, se produjo el atentado cerca de un mercado navideño en Estrasburgo, donde fueron asesinadas cinco personas.
El enfado de la opinión pública no remitió. Los manifestantes de los "chalecos amarillos" que hablaron en televisión al día siguiente dijeron que, evidentemente, Macron no estaba tomando nota de lo que estaban diciendo. Dijeron que hablar de revisar las reglas para la inmigración mientras firmaba el Pacto Mundial, sin tener en cuenta la opinión de la población, demostraba que Macron era un mentiroso.
Un grupo de generales en la reserva publicó una carta abierta en la que decían que firmar el Pacto Mundial era un paso más hacia "el abandono de la soberanía nacional", y señalaban que "el 80% de la población francesa cree que la inmigración se debe frenar o regular drásticamente".
"Al decidir él solo firmar este pacto –escribieron los generales–, [...] eres culpable de negar la democracia, e incluso de traición, respecto a la nación".
La ministra de Defensa, Florence Parly, dijo que la carta de los generales era "inadmisible e indigna", pero no refutó los argumentos que planteaba. De nuevo, Macron no dijo nada.
El 22 de diciembre, cuando tuvo lugar la quinta manifestación de los "chalecos amarillos", y a pesar de que el número de manifestantes era menor, su indignación parecía más intensa. Desde todas partes se pidió la dimisión de Macron. Una marioneta que representaba a Macron fue simbólicamente decapitada por una guillotina de imitación. Le prendieron fuego a una escultura, que representaba una mano amarilla, como el logo de SOS Racismo, la organización más veterana que combate el "racismo" y la "islamofobia" en Francia.
Los antisemitas aprovecharon la oportunidad para proferir sus opiniones habituales, pero fueron marginales. Sin embargo, Benjamin Griveaux, el portavoz del Gobierno, utilizó sus declaraciones para atacar a los manifestantes de los "chalecos amarillos". Publicó un tuit en el que decía que los "chalecos amarillos" eran unos "cobardes, racistas y antisemitas" del tipo que lleva a cabo golpes de Estado. Antes, había dicho que al margen de lo que pasara, Macron no "cambiaría de rumbo".
Macron parece esperar que los "chalecos amarillos" se rindan por desgaste, pero no parece haber indicios de ello. Al contrario, los "chalecos amarillos" parecen empeñados en acabar con él. Los que hablan en televisión dicen que están decididos a luchar "hasta el final". El daño económico es considerable, y los primeros cálculos se cifran en cientos de millones de euros.
"Macron y su equipo –escribió hace poco Ivan Rioufol, columnista de opinión de Le Figaro– se equivocarían si pensaran que, si la movilización se debilita durante la tregua navideña, eso significa que están fuera de peligro".
El escritor Éric Zemmour describió la revuelta como el resultado de "la desesperación de la gente que se siente humillada, olvidada, desposeída de su propio país por las decisiones de una casta despectiva". Su conclusión es que cree que Macron ha perdido toda la legitimidad y que su presidencia está acabada.
El tertuliano de radio Jean-Michel Aphatie dijo que la presidencia y el Gobierno "penden de un hilo", y que la carta publicada por los generales es una fuerte señal de que las instituciones francesas están profundamente agitadas. "Si la policía flaquea –remarcó– Francia podría caer rápidamente en el caos".
El 20 de diciembre, dos días antes de la quinta manifestación de los "chalecos amarillos", varios policías organizaron una protesta delante del Palacio del Eliseo. El vicepresidente de una organización compuesta por policías dijo que muchos miembros están agotados, y que sienten simpatía por la revuelta y que están dispuestos a unirse a ella.
Al día siguiente, el Gobierno subió el salario a los policías y les pagó millones por horas extra, pagos que se les debían desde hacía meses.
"Las autoridades están realmente asustadas de que la policía se pueda volver contra ellas", comentó el periodista Jean-Michel Aphatie. "Es difícil de imaginar. Así estamos ahora en Francia".
La popularidad de Macron está en caída libre; ha bajado hasta el 18%. Nunca la popularidad de un presidente francés había caído tan bajo con tal rapidez. Flore Santisteban, profesora del Instituto de Estudios Políticos de París, citó las encuestas que muestran que Macron cristaliza ahora "un intenso odio, y quizá algo más que odio: rabia".
Muchos tertulianos se están preguntando cómo será capaz Macron de gobernar en las próximas semanas, y si podría ser obligado a dimitir y convocar elecciones anticipadas.
Varios analistas de la actualidad han dicho que esta vez, Marine Le Pen, líder del partido populista de derechas Agrupación Nacional, podría ser elegida presidenta. Los temas de su campaña presidencial de 2017 son similares a las reivindicaciones del movimiento de los "chalecos amarillos".
Macron sigue sin decir nada. No se le ve el pelo. Sus únicas declaraciones recientes las hizo en países extranjeros: Bélgica y El Chad. Su última aparición en Francia fue el 4 de diciembre, en el Macizo Central, a última hora de la noche. Fue a ver los daños de un edificio oficial incendiado parcialmente por los vándalos. Aunque su visita no había sido anunciada, llegaron decenas de "chalecos amarillos", le insultaron, y se marchó rápidamente.
Las encuestas muestran que la Agrupación Nacional de Le Pen podría ganar las elecciones al Parlamento europeo en mayo con el 24 o el 25% de los votos. Otro partido de derechas y nacionalista, Debout la France! (Francia en Pie), encabezado por el diputado Nicolas Dupont-Aignan, y aliado de Agrupación Nacional, podría obtener el 8%. El total sumaría hasta el 32 o el 33% de los votos. Se espera que el partido de Macron, La République En Marche!, creado hace dos años, consiga sólo el 18% de los votos.
Las elecciones al Parlamento europeo no tienen un impacto directo en la vida política francesa. Sin embargo, ese resultado sería una hiriente desautorización de Macron, si es que logra mantenerse en el poder hasta entonces.
Hace unos meses, Macron se presentó como el defensor de una Europa abierta, "progresista" y multicultural y describió a los defensores de la soberanía nacional y a los que son hostiles a la inmigración y al multiculturalismo como "lepra" y defensores del "nacionalismo belicoso" que ensalzan "el rechazo de los demás". Fingía triunfar fácilmente sobre ellos.
En julio de 2017, insinuó que gobernaría como el dios romano Júpiter. No tardó demasiado en caer de su pedestal.
La noche del 31 de diciembre, Macron felicitó el año 2019 al pueblo francés. No se disculpó. Ignoró los agravios de los manifestantes de los "chalecos amarillos" y sus defensores. Simplemente dijo que "había estallado la indignación" y que "se mantendrá el orden sin indulgencia". Describió en términos positivos todo lo que había hecho desde que se convirtió en presidente. Añadió que seguiría "adelante" en la misma dirección sin cambiar ni una cosa: "Pretendo seguir la línea que tracé desde el primer día de mi mandato". Describió a sus adversarios políticos como "extremistas", "demagogos" y "megáfonos de una multitud llena de odio". Volvió a decir que "la lucha contra el calentamiento global" es una prioridad absoluta.
Muchos de los manifestantes de los "chalecos amarillos", entrevistados en televisión, expresaron su malestar; algunos dijeron que habían decidido no escuchar siquiera el discurso. La oposición política a Macron lo criticó duramente. Nicolas Dupont-Aignan escribió:
Esta noche, los franceses han confirmado que Emmanuel Macron no ha aprendido nada de los sucesos de 2018. Aunque sus políticas han puesto a más del 75% de los franceses contra él, parece decidido a seguir, desafiando a la democracia.
Laurence Saillet, del partido moderado de derechas Los Republicanos, dijo:
Me parece que mientras protestaban los "chalecos amarillos", él estaba en otro planeta [...]. No ha tomado nota de la indignación del país. No hace ningún mea culpa, e incluso ha valorado sus actuaciones positivamente, precisamente las que son rechazadas por los franceses.
Marine Le Pen tuiteó: "Este presidente es un impostor. Y un pirómano".
El 3 de enero, Eric Drouet, una de las principales figuras de los "chalecos amarillos", fue arrestado por una docena de policías cuando iba de camino a la Plaza de la Concordia en el centro de París para encender unas velas en honor de los "chalecos amarillos" heridos o muertos desde el inicio de las manifestaciones. Andaba pacíficamente por la acera con quince o veinte amigos. Ninguno de ellos gritaba o llevaba pancartas, o siquiera el chaleco amarillo. Drouet fue imputado por organizar una protesta ilegal. Los adversarios políticos de Macron dijeron que estaba echando más leña al fuego.
El 4 de enero, después de la primera reunión del año del gabinete, Macron le pidió al portavoz del Gobierno, Benjamin Griveaux, que dijera que "los que siguen protestando [...] son agitadores que promueven la insurrección", y que el Gobierno debe "seguir adelante, con más firmeza".
El sábado 5 de enero, miles de "chalecos amarillos" protestaron otra vez, y pidieron la dimisión de Macron. Forzaron las puertas del edificio donde tiene su oficina Griveaux mientras él escapaba. Por la noche, las calles de París y otras ciudades parecían de nuevo campos de batalla.