
Según un adagio, la historia de las guerras las escribe el vencedor. El perdedor se encuentra muerto o demasiado herido para escribir o, en algunos casos, alberga la esperanza de convertir al ganador en amigo. Pero para que el adagio sea válido, la guerra debe acabar en el reconocimiento de un vencedor. Y aquello plantea un nuevo problema: ningún bando puede ungirse y vestir la guirnalda de vencedor sin que el vencido se reconozca derrotado.
Esa es la dificultad a la que se enfrentan los israelíes desde que lucharon por poner a su pequeño país en el mapa.
Esta vez fue, nuevamente, Estados Unidos quien les arrebató la copa de la victoria de los labios.
Los buenistas que impusieron este trémulo resultado olvidaron que el deber de toda guerra es cambiar un statu quo inestable por otro nuevo y aceptable para los protagonistas, designando con aquel fin a un claro vencedor y un claro vencido.
Dicen que la guerra es continuación de la política por otros medios. En este caso, sin embargo, los bienhechores la convirtieron en una versión diplomática de la parábola de la serpiente y la cuerda.
Algunos bienintencionados externos se beneficiaron de su intervención ganando elecciones, o incluso recibiendo el -más bien cómico- Premio Nobel de la Paz.
Desde 1947, decenas de nuevas naciones han aparecido en el mapa, y docenas de guerras se han ganado y perdido, creando novedosos statu quo y asegurando largos periodos de paz y estabilidad. En todos los casos se permitió que la guerra -considerada por Aristóteles la más noble de las empresas humanas- determinara quién ganaba y quién perdía. Su función es cortar el nudo gordiano de un golpe y permitir luego que las circunstancias reanuden su movimiento.
Los bienhechores y los vendedores ambulantes del alto al fuego convirtieron a la guerra en un cuchillo que permanece en la herida para ser girado una y otra vez.
En otras palabras: en algunos casos, el alto al fuego puede ser enemigo de la paz.
Uno de esos casos podría ser la tregua ordenada por Donald Trump a Israel e Irán, que, por tanto, solo habrá pausado una guerra comenzada hace casi medio siglo cuando el ayatolá Ruhollah Jomeini, fundador de la República Islámica, declaró como su prioridad número uno "eliminar a la entidad sionista".
Desde cualquier punto de vista militar, Israel logró una gran victoria en la guerra detenida por Trump a los 12 días. Obtuvo el control total de los cielos iraníes en 48 horas, lo que permitió a los bombarderos B-2 estadounidenses destruir instalaciones nucleares iraníes clave en pocas horas y sin enfrentarse a ninguna resistencia.
Los israelíes también decapitaron a la jerarquía militar iraní, dominada por el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI), y aniquilaron el cuartel general de la Fuerza Quds, que durante décadas orquestó operaciones en Irak, Líbano, Siria, Gaza y Yemen.
Según estimaciones iraníes, al atacar más de 600 objetivos, el Estado judío destruyó o dañó gravemente las instalaciones militares y nucleares de la República Islámica, infligiendo daños estimados en más de 1,8 billones (trillion) de dólares. En una versión cakewalk de una estrategia militar clásica, los israelíes fueron capaces de atacar blancos en 20 de las 31 provincias sin perder un solo avión o piloto.
Según Fatemeh Mohajerani, portavoz del presidente iraní, Massoud Pezeshkian, los ataques se cobraron más de 600 vidas, entre ellas 54 de mujeres y niños. Veintitrés de los muertos eran generales de una o dos estrellas, mientras que otros 300 eran personal militar, incluidos suboficiales. Cuarenta y seis eran científicos y gestores nucleares. El total de heridos fue de 4.746. En territorio israelí, los muertos se cifraron en más de 30, de los cuales solo uno era un recluta de 18 años. Los heridos ascendieron a 3.238.
Normalmente, esto debería dejar a Israel como claro vencedor. Sin embargo, al igual en otros casos nombrados más arriba, Israel no sólo volvió a ganar fichas que no puede canjear, sino que incluso es descrito como el perdedor por el vencido y -más sorprendente aún- por algunos supuestos expertos en Estados Unidos y Europa.
Para complicar aún más el panorama, Trump también ha reclamado el título de vencedor. De quien puso fin a la guerra, "acabando para siempre con el programa nuclear iraní" e imponiendo un alto el fuego a las 24 horas de los ataques aéreos estadounidenses.
Irán ha intentado adelantarse al presidente estadounidense, empujando su propia reivindicación de victoria: "Rompimos los cuernos del toro estadounidense y le restregamos la cara contra el polvo", afirmó Muhamad-Reza Aref, asistente presidencial en Teherán.
La propaganda de Teherán hace mucho hincapié en que la contienda duró 12 días. "Los árabes liderados por Egipto se derrumbaron tras sólo seis días de guerra contra los sionistas en 1967", dice un editorial del sitio de noticias Tasnim del CGRI. "La República Islámica, sin embargo, resistió el ataque de los sionistas y su patrocinador estadounidense durante 12 días, y les obligó a suplicar un alto al fuego".
Los medios oficiales de Teherán citan a The New York Times, CNN y otras cadenas estadounidenses y europeas que ponen en duda las victoriosas afirmaciones de Trump, y ni hablar de las de Israel.
Una sucesión de dignatarios occidentales desfilaron por la prensa para respaldar el canto de victoria iraní, entre ellos John Mearsheimer, David Attenborough, Noam Chomsky y Jeffrey Sachs.
La declaración de victoria de Irán animó a ciertos ideólogos jomeinistas a reclamar preparativos para una nueva ronda de hostilidades.
"Hemos derrotado al Gran Satán y a su agente sionista", afirmó el general de una estrella Ibrahim Jabbari. "Pero no debemos dejar que las cosas acaben ahí. Debemos mantener nuestra bota en el cuello de Netanyahu hasta que se asfixie".
Una vez más en la historia de Oriente Próximo, una tregua apresurada por cálculos políticos de corto plazo acabará prolongando una guerra que acarrea décadas de antigüedad, y que en cada nueva fase se vuelve más mortífera.