En política siempre ha habido tratos. Por supuesto, es ilegal intercambiar el voto por dinero, pero quienes tienen el poder de dispensar patrocinios, proyectos y promociones cuentan con una ventaja única a la hora de buscar el apoyo de aquellos cuyos avales pueden inclinar la balanza en un momento dado.
Ya sea en la redacción de la Constitución, a cuenta del infame comercio de esclavos, con los hijos predilectos de Tammany Hall o en la asignación de fondos federales para construir un puente, esta clase de toma y daca forma parte del lado cínico de la política.
Sin embargo, no hay precedentes cuando lo que está en juego es tan importante que este tipo de acuerdos de trastienda pueden perturbar unas elecciones o incluso sumir a una nación en un ciclo irrecuperable de deuda y desesperación económica.
Por eso hay que examinar de cerca la Ley de Reducción de la Inflación que ha salido de la máquina de hacer salchichas del Senado por cortesía del líder de la mayoría, Charles Schumer, y de su sorprendente facilitador, Joe Manchin. Con un monto de 700.000 millones de dólares, tiene el potencial de socavar gravemente el futuro económico de nuestra nación.
Uno de sus componentes requiere una dosis especialmente elevada de luz solar. Este plan de gasto masivo permitirá a John Podesta, asesor de Biden, exayudante de Clinton y estratega político demócrata desde hace mucho tiempo, administrar unos 370.000 millones de dólares en programas energéticos de su elección. En un mundo en el que las empresas compiten por los contratos federales, en el que algunas buscan una legislación favorable a sus intereses, y en el que la influencia de Washington D.C. es determinante, que Podesta gestione lo que sólo puede describirse como una cascada de dinero federal requiere algo más que una supervisión circunstancial.
Es de suponer que la Oficina General de Contabilidad desempeñará su papel de vigilante presupuestario, pero ¿podrá hacerlo a tiempo y con el grado de escrutinio que merecen más de 500.000 millones de dólares?
Entre tanto, el Departamento de Justicia sigue persiguiendo a los delincuentes que sustrajeron millones de dólares de los fondos de ayuda por el covid, y uno tiene la sensación de que sus esfuerzos no empiezan a arañar siquiera la superficie del fraude.
Pero aparte del obvio potencial para el abuso, lo que puede ser aún más preocupante es la amenaza de un programa federal que añadirá aún más burocracia a un Presupuesto que se tambalea bajo la deuda contraída por esos programas de ayuda por el covid.
Según las estimaciones actuales, la deuda de Estados Unidos se acerca a los 31 billones [trillions] de dólares. Se trata de una cantidad de dinero asombrosa que, según advierten algunos economistas, podría acabar con la economía de Estados Unidos y, con ella, con la piedra angular de la democracia occidental. Es como si hubiéramos vuelto contra nosotros mismos la misma arma que hizo caer a la Unión Soviética: una economía debilitada, cada vez más endeudada, sobre todo si los tipos de interés siguen subiendo.
Se ha dicho que un gran poder conlleva una gran responsabilidad. También hay que decir que el acceso a grandes cantidades de dinero conlleva la posibilidad de que se produzcan aún más fraudes y abusos. Con nuestra democracia y nuestra solvencia en la balanza, lo que está en juego no puede ser más importante.