El Tratado de Lisboa pone los intereses de la UE por encima de los de los ciudadanos y los Estados miembros. Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europa, se lamentaba en 2016: "Hay demasiados políticos que atienden exclusivamente a la opinión pública de sus países. Si atiendes a tu opinión pública no estás desarrollando lo que debería ser un sentido europeo de comunidad". (Foto: Dan Kitwood/Getty Images) |
El Tratado de Lisboa –redactado como sustitución del Tratado Constitucional de 2005 y firmado en 2007 por los líderes de los 27 países miembros de la Unión Europea– se define como un acuerdo para "reformar el funcionamiento de la Unión Europea [...] y establece la ayuda humanitaria como una competencia específica de la Comisión".
Sin embargo, lo que en realidad creó el Tratado de Lisboa fue un sistema político autoritario que infringe los derechos políticos y humanos.
Veamos el mandato de la Comisión Europea (CE), por ejemplo. Según el Artículo 17 del Tratado:
La Comisión promoverá el interés general de la Unión [...]. La Comisión ejercerá sus responsabilidades con plena independencia. [...] Los miembros de la Comisión no solicitarán ni aceptarán instrucciones de ningún gobierno, institución, órgano u organismo.
Después está el Artículo 4, que dice en parte:
Los Estados miembros ayudarán a la Unión en el cumplimiento de su misión y se abstendrán de toda medida que pueda poner en peligro la consecución de los objetivos de la Unión.
En otras palabras, los intereses de la Unión están por encima de los países y ciudadanos individuales. Esto no es una mera especulación. El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, dijo abiertamente en 2016:
Demasiados políticos están escuchando exclusivamente su opinión nacional. Y si escuchas tu opinión nacional, no estás desarrollando lo que debería ser el sentido común europeo y la sensación de que se necesitan aunar esfuerzos. Tenemos demasiados europeos a tiempo parcial.
Ese mismo año, Emmanuel Macron –por entonces ministro de Economía de Francia–, concedió una entrevista a la revista Time, en la que advirtió así contra el futuro referéndum del Brexit en Reino Unido:
Puede haber de repente una serie de países que se despiertan y dicen: "Quiero el mismo estatus que los británicos", lo que sería un desmantelamiento de facto del resto de Europa. No deberíamos reproducir la situación de que un país esté en la posición de secuestrar al resto de Europa por organizar un referéndum.
La actitud de Macron se refleja en el Tratado de Lisboa, que impone regulaciones a los países miembros para asegurarse de que cumplen las tareas determinadas por la Comisión Europea.
Vale la pena señalar en este contexto que de las 36 veces que aparece la palabra "responsabilidad" en el Tratado, sólo una se refiere a una obligación de la Comisión, que es que "como organismo, rendirá cuentas al Parlamento Europeo". Las otras 35 se refieren a las obligaciones de los países miembros.
En un sistema democrático con un saludable equilibrio de poder, una coalición gobernante puede ser cuestionada o reemplazada por la oposición. Eso es precisamente lo que falta en la UE, ya que el Tratado de Lisboa requiere que los miembros de la Comisión Europea sean seleccionados por criterios de su "compromiso europeo". Esto, en la práctica, significa que cualquiera que tenga un punto de vista discrepante jamás podría convertirse en miembro de la Comisión, algo que recuerda siniestramente al comunismo. El Artículo 4 de la Constitución checoslovaca de 1960, por ejemplo, especifica:
La principal fuerza en la sociedad y el Estado es la vanguardia de la clase obrera, el Partido Comunista de Checoslovaquia, una unión de combate voluntaria de los ciudadanos más activos y expertos de las filas de los obreros, los campesinos e intelectuales.
El Artículo 11 de la Constitución de Corea del Norte incluye una directriz similar:
La República Democrática Popular de Corea del Norte realizará todas las actividades bajo el liderazgo del Partido de los Trabajadores de Corea.
Como demuestra constantemente la historia, donde no hay oposición, se pierde la libertad.
En su libro de 1840, La democracia en América, el prestigioso diplomático e historiador francés Alexis de Tocqueville escribió:
Si el despotismo lograra establecerse en las naciones democráticas de hoy, tendría probablemente un carácter diferente. Sería más exhaustivo y más suave, y degradaría a los hombres sin atormentarlos. [...]
El soberano, tras tomar a los individuos uno a uno con sus poderosas manos y manipularlos a su capricho, extiende sus brazos sobre la sociedad entera. Cubre su superficie con una pequeña malla de reglas complicadas, minuciosas y uniformes, entre las que ni los espíritus más originales ni las almas más vigorosas son capaces de abrirse paso para emerger de la masa. No destruye las voluntades del hombre pero las ablanda, las doblega y las dirige. Rara vez obliga a alguien a actuar, pero se opone constantemente a la acción. No destruye las cosas, pero las impide nacer. En vez de tiranizar, inhibe, reprime, debilita, apaga, embrutece y al final reduce a cada nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el Gobierno.
De Tocqueville escribió esto hace casi dos siglos enteros, pero se podrían aplicar fácil –y espeluznantemente– a la Europa de hoy.