Mientras el presidente Obama y el secretario de Estado Kerry dominaban las ondas la semana pasada con una serie de entrevistas para defender el acuerdo con Irán, el vicecanciller y ministro de Economía alemán, Sigmar Gabriel, volaba directamente a Teherán para la primera de las –seguramente– innumerables reuniones de los líderes del P5+1 para sacar partido de las nuevas oportunidades de negocio en Irán.
Parece que en Europa no va a haber debate sobre el acuerdo iraní: es algo que se da por hecho. Pero en Estados Unidos el debate doméstico se está caldeando, alimentado por la campaña para las primarias presidenciales y por una justificada ansiedad bipartidista, cada vez mayor.
En todo caso, al margen de estas realidades políticas, la inmediatez y tenacidad de la defensa que la Casa Blanca ha hecho del acuerdo iraní (que ya tiene su propia cuenta de Twitter, @TheIranDeal, nada menos) revela que muchos demócratas sienten una profunda incomodidad no confesada ante los fallos que el acuerdo tiene en la práctica y los riesgos que plantea para la seguridad global.
El acuerdo con Irán de Obama es una manifestación directa de la concepción del mundo básicamente errónea que tiene el presidente: desea que el peligro no exista, y cree en los deseos.
Perseguidos por su prematura retirada de Irak en 2011 por motivos electorales; por su negativa en 2013 a enfrentarse al sirio Bashar al Asad cuando usó armas químicas contra su propio pueblo; por su traición al ruso Vladimir Putin, al que había ofrecido un "botón de reinicio", y por su impotencia ante las actividades expansionistas de Rusia, el Estado Islámico, Irán y China, al firmar el acuerdo con Irán el presidente y el Partido Demócrata están tratando de eximir a Estados Unidos de su papel en la vanguardia de la lucha mundial contra el radicalismo islámico y otras amenazas.
Al mencionar las fallidas negociaciones con Irán encabezadas por la UE en 2005, que tuvieron como resultado una expansión masiva de la producción iraní de centrifugadoras, varios defensores del acuerdo, como Fareed Zakaria, han presentado un argumento funesto, opuesto a los hechos y de suma cero. Suponen que el resultado de la oposición por parte del Congreso será que la comunidad internacional establecerá de todas formas unas renovadas relaciones comerciales con Irán, mientras que Estados Unidos se quedará fuera de la mayoritaria reconciliación y del supuesto romance mundial con la República Islámica.
Esta defensa presenta numerosos problemas, al igual que la campaña publicitaria relámpago de la Casa Blanca para combatir a los detractores del acuerdo, con el secretario de Estado Kerry al frente de los ataques preventivos, a menudo completamente inexactos, al Congreso. Como consideración hacia el colosal fracaso que supone el precedente nuclear de Corea del Norte, tendremos en cuenta exclusivamente los hechos relativos a Irán.
Ante todo, quienes se oponen al acuerdo con Irán no sugieren de forma generalizada que haya que acabar directamente con el acuerdo o que haya que recurrir inmediatamente a la guerra. Eso es sencillamente falso. En cambio, la premisa fundamental de los opositores es que sobre la mesa se dejó un acuerdo mejor que, por tanto, sigue estando disponible. El mismo hecho de que el régimen iraní estuviera en la mesa de negociaciones no era sino un signo de su debilidad; todos los plazos para que el P5+1 cerrara el acuerdo fueron una limitación artificial que seguramente eliminaron otras concesiones que se podían haber conseguido.
En segundo lugar, ha corrido mucha tinta acerca de los puntos débiles técnicos del acuerdo con Irán. Concretamente, sobre el hecho de que las amplias infraestructuras nucleares iraníes sigan en su sitio; con que las restricciones más importantes expiren dentro de diez años (un mero parpadeo para la humanidad); con que la inaceptable conducta doméstica y regional iraní fuera una travesura que ni había que mencionar; y, por último, con que el acuerdo indudablemente haya iniciado una carrera armamentística nuclear en la región, al tiempo que recarga las finanzas del régimen de Teherán.
En tercer lugar, la consecuencia más grave del acuerdo iraní de Obama, y lo peor de la constante defensa del mismo, es que el mundo ha concedido legitimidad ideológica a la teocracia radical de la República Islámica y, al hacerlo, ha condenado al pueblo iraní a estar sometido prácticamente a perpetuidad al puño de hierro del islamismo chií duodecimano.
Esta rendición se produce precisamente cuando Occidente y el Gran Oriente Medio se están enfrentando al Estado Islámico, una fuerza terrorista que, privada de su atractivo en las redes sociales, no es más que una versión suní del islamismo radical chií que lleva gobernando Irán desde 1979.
Puede que los iraníes, como enemigos de nuestros enemigos actuales, sean unos aliados convenientes, pero sus gobernantes no han sugerido ni por un momento que su fin último no sea otra cosa que la familiar propaganda de "Muerte a América" y "Muerte a Israel" que llevamos viendo desde hace 36 años. El ayatolá Jamenei, Líder Supremo de Irán, con lo que, objetivamente, no es sino una extraña obsesión letal, ha estado incitando a las masas con llamamientos a la destrucción de ambos Estados durante y después de las negociaciones nucleares.
Pese a estas notorias malas intenciones, los defensores del acuerdo sugieren que "la Administración [Obama] está apostando de forma muy calculada por que Irán se sentirá obligado por la presión internacional". Entonces, ¿por qué Jamenei está dejando claro justo lo contrario?
La disposición del presidente Obama a concederle a Irán un nuevo status de normalidad en el seno de la comunidad internacional a raíz de este acuerdo nuclear constituye una afrenta a los principios liberales, libres y democráticos que se han enfrentado a las fuerzas de la tiranía a lo largo de toda la historia estadounidense.
También es una afrenta para el sistema político norteamericano y para los miembros de ambos partidos, que ahora se ven acorralados por el presidente para que apoyen (o no) un trato así de peligroso e innecesariamente viciado con un enemigo jurado.
Y aún más preocupante es que el acuerdo con Irán pueda estar en conflicto directo con las obligaciones de Estados Unidos como firmante del Tratado de No Proliferación (TNP). Como han señalado diversos críticos, el acuerdo podría ser inconstitucional, violar la ley internacional e incluir compromisos que el presidente Obama, legalmente, no podría establecer.
Al buscar la aprobación del acuerdo en el Consejo de Seguridad de la ONU, el presidente Obama ha obligado a Estados Unidos conforme a la legislación internacional sin consentimiento del Senado.
Si Estados Unidos ha de seguir estando a la vanguardia de las libertades humanas, el presidente debe distinguir entre el vano objetivo de su legado y las más perentorias necesidades del mundo civilizado en este momento decisivo en el que el presidente estadounidense debe defender ampliamente los principios fundamentales en los que se apoya el orden contemporáneo. A menos que el legado que pretende dejar sea, en realidad, destruir ese orden.
Como han señalado quienes se oponen al acuerdo, aún hay tiempo para uno mejor.
Para empezar, que el régimen iraní cambie por completo su conducta debería haber sido (y aún puede ser) una condición previa para cualquier levantamiento de sanciones relativas a su programa nuclear. El Congreso puede presionar para que se produzca ese cambio, y debería mantener las sanciones estadounidenses y las provisiones aplicables del programa SWIFT del Departamento del Tesoro para seguimiento de terroristas.
En segundo lugar, si bien las malas intenciones respecto a la región están profundamente arraigadas en el régimen (a través de las diversas y retorcidas ramas de su Guardia Revolucionaria Islámica), debe exigirse el fin del apoyo financiero y material de Irán a organizaciones terroristas como Hezbolá y Hamás, así como el regreso de los cuatro rehenes estadounidenses retenidos por Teherán.
En tercer lugar, quienes sostienen que el historial iraní de derechos humanos era una cuestión que no estaba "sobre la mesa" en Ginebra, han renunciado innecesariamente a la superioridad moral e intelectual de Occidente sobre las fuerzas de la barbarie y del odio que actualmente combaten en toda la región. En semejantes negociaciones jamás habría que descartar el respeto a las normas humanitarias internacionales.
En resumidas cuentas, las preguntas de más calado para Obama y todo el P5+1 son éstas: ¿En base a qué criterios se llevaron las negociaciones? Y ¿qué concepción del mundo regirá el siglo XXI?
En defensa de la postura de Obama, los partidarios del acuerdo señalan que los iraníes son un "pueblo orgulloso y nacionalista", algo que, sin duda, es cierto, pero que también es irrelevante, lo mismo que lo fue en el caso de los dirigentes del Tercer Reich.
El régimen iraní, en virtud de su naturaleza religiosa radical, de su débil economía y de su experimentación política con la teocracia, debería haber cargado con el peso de acudir a la mesa de negociaciones teniendo más que perder. En cambio, el presidente Obama, en nombre del mundo libre, consiente que este Estado tenga garantizado su lugar en el seno de las demás naciones, que sea generosamente recompensado por haber infringido el Tratado de No Proliferación, y todo debido a su supuesta letalidad, que está a punto de estar bien fundada.