En los últimos días he tenido ocasión de visitar las casas de algunos de los hombres y mujeres palestinos implicados en la actual ola de terrorismo antiisraelí: la campaña de violencia que algunos denominan intifada o levantamiento.
Lo que vi durante esas visitas, y cualquiera de ustedes podría haberlo visto igualmente, es que ninguno de esos palestinos había sufrido una vida dura. Sus condiciones de vida eran de todo menos miserables. De hecho, estos asesinos habían llevado vidas cómodas, con acceso ilimitado a la educación y al empleo.
Cuatro de los terroristas procedían de Jerusalén y, en calidad de residentes permanentes que no habían solicitado la ciudadanía, tenían documentos de identidad israelíes. Gozaban de todos los derechos de un ciudadano israelí, salvo el de votar en las elecciones para la Knéset; pero no es que los árabes de Jerusalén estén matando y muriendo porque deseen participar en las legislativas israelíes precisamente.
Estos jóvenes aprovecharon su condición de residentes permanentes en Israel para matar judíos. Todos tenían documentos de identidad israelíes que les permitían viajar libremente por todo el país, e incluso podían poseer y conducir vehículos con matrícula israelí. También podían disfrutar de las mismas prestaciones sociales y sanidad gratuita a las que tienen derecho todos los ciudadanos israelíes independientemente de su religión, raza o etnia.
Ninguno de los jóvenes palestinos implicados en los recientes atentados vivía en una casa de barro o en una tienda de campaña; ni siquiera en un apartamento alquilado. Todos vivían en casas propiedad de sus familias, y tenían acceso ilimitado a internet. Todos ellos tenían smartphones con los que podían compartir sus opiniones en Facebook y en Twitter y, entre otras cosas, también podían dedicarse a la incitación gratuita contra Israel y los judíos.
Por ejemplo, en casa de Muhanad Halabi, el palestino que asesinó a dos judíos en la Ciudad Vieja de Jerusalén la semana pasada, uno descubría que su padre es un empresario dedicado a los sistemas de aire acondicionado, con negocio propio en Ramala. La residencia familiar, en la localidad de Surda, en las afueras al norte de Ramala, parece sacada de una película rodada en San Diego.
Según sus parientes, Muhanad Halabi era un muchacho malcriado que había tenido todo lo que quería. Había estudiado Derecho en la Universidad Al Quds, cerca de Jerusalén, y podía viajar libremente de Ramala al campus. Pero la buena vida que llevaba no le impidió unirse a la Yihad Islámica y asesinar a dos judíos. Quería matar judíos porque nuestros líderes y medios de comunicación le habían lavado el cerebro y le guiaba el odio; no vivía en medio de la miseria y las privaciones.
El caso de Shuruq Dweyat, una estudiante de 18 años de la localidad de Tsur Baher, en Jerusalén, no difiere del de Muhanad Halabi. Actualmente recibe tratamiento médico gratuito en un hospital israelí tras resultar gravemente herida por los disparos del judío al que intentó matar en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Estudiaba Geografía e Historia en la Universidad de Belén, a la que acudía cuatro veces por semana desde su casa, sin sufrir obstáculo alguno ni ser detenida por los controles de soldados israelíes.
Las fotos que Shuruq publicaba en las redes sociales muestran a una mujer feliz que nunca dejaba de sonreír y que posaba en selfies. Tiene su propio smartphone. Su familia, lo mismo que las de los otros terroristas, tiene una vivienda propia y lleva una vida extremadamente cómoda. El documento de identidad israelí de Shuruq le permite ir cuando quiera a cualquier punto de Israel. Prefirió aprovechar su privilegio para intentar asesinar al primer judío con el que se topara por la calle. ¿El motivo? También ella, al parecer, actuaba guiada por el odio, el antisemitismo y los prejuicios. También ella es víctima de la colosal maquinaria propagandística que demoniza incesantemente a Israel y a los judíos.
De haber conocido a Fadi Alún, de 19 años, probablemente se habrían encontrado con el hombre más apuesto de Jerusalén. Fadi, procedente de Isawiyeh, en Jerusalén, también llevó una buena vida bajo la Administración israelí. Él también poseía un carnet de identidad israelí y podía viajar libremente por todo el país. Su familia me explicó que le encantaba ir a los centros comerciales de Israel a comprar ropa de tiendas como Zara, Renuar o Castro. Con su ropa vistosa y sus gafas de sol parecía más un modelo italiano que un joven terrorista más. Él también tenía acceso ilimitado a internet y su familia tenía casa en propiedad.
Sin embargo, la buena vida de Fadi en Israel no le impidió salir a apuñalar al primer judío con el que se cruzara por la calle. Es lo que sucedió la semana pasada, cuando apuñaló a un judío de 15 años a poca distancia de la Ciudad Vieja de Jerusalén. Fadi fue abatido por la Policía israelí, que acudió rápidamente al escenario del ataque. Fadi no decidió ir a matar judíos porque hubiera llevado una vida difícil, y tampoco lo llevaron a ello la miseria o la pobreza. Tenía prácticamente todo lo que deseaba y su familia gozaba de una buena posición. De hecho, su vida era muchísimo mejor que la de muchos de sus hermanos palestinos de la Margen Occidental y la Franja de Gaza. Como residente israelí Fadi podía ir a donde quisiera en territorio israelí y tenía libre acceso a restaurantes, centros comerciales y gimnasios.
Los otros jóvenes que han participado en la actual oleada terrorista también llevaban una buena vida; algunos tenían trabajo en Israel, en parte gracias a sus documentos de identidad israelíes. Los que procedían de la Margen Occidental podían evitar los controles y la barrera de seguridad, al igual que miles de trabajadores palestinos que entran en Israel cada día en busca de trabajo y de una vida mejor.
Para ser sinceros, yo envidiaba a estos terroristas por la vida fácil que tenían. El mobiliario de sus casas es bastante mejor que el mío. Aún así, sus lujos no les impidieron salir a matar judíos.
¿Que significa todo esto? Demuestra que los terroristas palestinos no actúan impulsados por la pobreza y las privaciones, como muchos sostienen desde hace tiempo. Los terroristas palestinos actúan guiados por el odio a los judíos debido a lo que les dicen sus dirigentes, sus medios y sus mezquitas: que los judíos son el enemigo y que no tienen derecho alguno a estar aquí.
También queda demostrado que este conflicto no tiene que ver con lugares sagrados del islam ni con Jerusalén, sino que se trata de matar judíos en cuanto se tenga ocasión. Asesinar a dos judíos en la Ciudad Vieja, o a un matrimonio judío delante de sus cuatro hijos no tiene nada que ver con la mezquita de Al Aqsa ni con la ocupación; se trata simplemente del deseo de matar a todos los judíos que se pueda. Los terroristas no establecieron distinción alguna entre un judío residente en Jerusalén Este, en la Margen Occidental, en Tel Aviv o en Afula (en el norte de Israel). Para los terroristas y quienes los apoyan todos los judíos son colonos e Israel es un gran asentamiento que debe ser eliminado.
Nuestro conflicto con Israel no tiene que ver con la ocupación, con Jerusalén, con los lugares sagrados o con fronteras. Tampoco se debe a la pobreza o las pobres condiciones de vida, los muros, las vallas o los controles. En realidad este conflicto es por la mera existencia de Israel en este rincón del mundo. La actual oleada terrorista no es más que otra fase en nuestro sueño de borrar a Israel de la faz de la tierra. No es una intifada; sólo es otra matanza que busca aterrar a los judíos y obligarlos a salir de aquí. Ya ha funcionado en el resto de Oriente Medio, y ahora también se lo están haciendo a los cristianos.
Los terroristas y sus partidarios no luchan contra un puesto de control o un muro; quieren ver a Israel destruido, a los judíos asesinados y sangre judía corriendo por las calles de Israel.