El año pasado, cuando Estados Unidos, Gran Bretaña y otros cuatro países (el P5+1) firmaron su plan conjunto de acción con Irán no faltaron quienes advirtieron de sus consecuencias. Avisaron de que el acuerdo no haría más que aplazar –no evitar– el momento en que Irán se convertiría en potencia nuclear. Avisaron del mayor control que los mulás ejercerían sobre el país que afirman gobernar. Y, en particular, todos los que no se dejaron llevar por el júbilo del P5+1 advirtieron de lo que haría la República Islámica con las decenas de miles de millones de dólares que recibiría una vez cerrado el acuerdo. ¿Usaría ese aluvión de dinero únicamente para mejorar la vida de los iraníes? ¿O emplearía al menos una parte en lo que ha estado haciendo desde hace casi cuatro décadas, es decir, en propagar el terrorismo?
Ya ha habido señales de que ese insensato acuerdo está reafirmando los peores hábitos iraníes en vez de mejorar el comportamiento del régimen.
En los últimos días nos hemos enterado de que Irán ya está planeando usar ese dinero para fomentar el terrorismo palestino contra el Estado de Israel. El embajador iraní en el Líbano se sirvió de una conferencia de prensa a finales del mes pasado para anunciar a una serie de facciones palestinas un nuevo plan de recompensas patrocinado por Irán. Dicho plan promete recompensar económicamente a quienes cometan actos terroristas contra Israel. Según el embajador iraní, esas recompensas incluyen un pago de 7.000 dólares a las familias de los suicidas y de otros terroristas que mueran mientras atenten contra israelíes. Además, se incluye la promesa de un pago de 30.000 dólares a las familias de terroristas cuyas viviendas sean destruidas por las Fuerzas de Defensa de Israel. La demolición de la casa de la familia de un terrorista es uno de los pocos elementos disuasorios con los que cuenta Israel –o cualquier otro país– para influir sobre quienes piensan en perpetrar atentados suicidas. Ahora el Gobierno iraní trata de volver a incentivar a cualquiera que piense en cometer uno.
El embajador iraní en el Líbano, Mohamed Matali, dijo en Beirut:
En continuidad con el apoyo iraní al oprimido pueblo palestino, Irán anuncia la aportación de ayuda económica a las familias de los mártires palestinos muertos en la 'intifada de Jerusalén'.
Al parecer, se refiere al terrorismo cometido por lobos solitarios que atacan con cuchillos, que ha causado la muerte de decenas de israelíes y herido a otros tantos en los últimos meses. Así, la entrega de dinero por los iraníes constituye una abierta incitación a proseguir la campaña de asesinatos, algo que a estas alturas no sólo debería haber sido condenado por el mundo entero, sino que tendría que haber hecho replantearse enormemente las cosas a las naciones del P5+1 que firmaron el insensato acuerdo. Pero, naturalmente, siempre se incluye a Israel en otra categoría cuando se trata de terrorismo internacional. Atacad a los israelíes y lloverán las justificaciones; nos inundarán las explicaciones engañosas de por qué el terrorismo contra los israelíes no es igual que cualquier otro terrorismo.
Merece la pena considerar otro reciente acontecimiento iraní: la decisión –al parecer adoptada por un conglomerado de medios de comunicación, pero que resulta difícil de desvincular del Gobierno en un país donde la prensa es más gubernamental que libre– de subir el precio por la cabeza del novelista británico Salman Rushdie. Se anunció que se añadían 600.000 dólares a la vigente recompensa para quien asesine al autor de la novela Los versos satánicos. Es un incentivo económico para el asesinato, ofrecido por primera vez hace 27 años por el ayatolá Ruholá Jomeini.
La recompensa adicional ha sido condenada por activistas pro derechos humanos y por defensores de la libertad de expresión occidentales, como Richard Dawkins y el PEN.
Pero el Gobierno británico se ha mantenido extrañamente silencioso al respecto. Es raro, porque cuando el verano pasado el secretario de Asuntos Exteriores, Philip Hammond, incluyó, sin ningún tipo de oposición publica o política, al Reino Unido en el acuerdo del P5+1, no hubo más que júbilo oficial ante lo que se lograría con nuestra firma. Las relaciones normalizadas con Irán darían como resultado oportunidades de negocio para los británicos y harían que mejorara el comportamiento de Teherán. En cambio, la primera gran prueba para las relaciones irano-británicas en décadas resulta ser precisamente la misma que el difunto ayatolá Jomeini estableció en 1989. Ciertamente, hay políticos de derechas y de izquierdas, incluidos aquellos que han sido incentivados por Irán, que han predicho un nuevo amanecer en las relaciones bilaterales. Pero ¿de verdad parece que en la cuestión de si un novelista británico puede ser condenado a muerte por un clérigo iraní vamos a tener que fingir estar de acuerdo en no estar de acuerdo?
El silencio de Gran Bretaña en este asunto es una postura vergonzosa para el Gobierno de cualquier país civilizado, del mismo modo que el silencio ante el terrorismo desatado contra Israel es una postura vergonzosa para todo el mundo civilizado. En estos acontecimientos gemelos podemos ver los primeros resultados del acuerdo con Irán: no ha servido en absoluto para civilizar a un régimen bárbaro; todo lo que ha hecho es extender la barbarie del régimen a lo que antaño era el mundo civilizado.