El pasado mes de septiembre, un hombre llamado Mark Feigin publicó cinco comentarios en la página en Facebook de un centro islámico. No eran amables hacia el islam. "CUANTOS MÁS MUSULMANES DEJEMOS ENTRAR EN AMÉRICA, MÁS TERRORISMO TENDREMOS", escribió. Dijo que el islam era "peligroso" y que no tiene "lugar en la civilización occidental". En dos de sus comentarios empleaba lenguaje vulgar u obsceno. El 20 de diciembre, el estado de California demandó a Feigin, acusándolo de infringir un código penal que dice, en parte:
Cualquier persona que, con la intención de molestar u hostigar, haga llamadas telefónicas constantes o contacte repetidamente a través dispositivos de comunicación electrónica [...] a otra persona es [...] responsable de un delito menor.
Según la oficina del fiscal general del estado, Feigin era culpable de un delito por "hostigar repetidamente" a personas de cuya religión pretendía "ridiculizar o despreciar".
Eugene Volokh, profesor de Derecho de la UCLA, cuyo blog Volokh Conspiracy es una popular web donde se tratan y debaten temas jurídicos, escribió sobre el caso de Feigin el 29 de diciembre, señalando que, siguiendo la lógica del fiscal general, el estado podría demandar a los ciudadanos que hubiesen escrito comentarios igualmente críticos en, por ejemplo, la web de la Asociación Nacional del Rifle o una página pro Trump. "Esto no puede ser de ninguna manera coherente con la Primera Enmienda", dijo Volokh.
No, ciertamente no lo es. Pero es concienzudamente coherente con la ley islámica, la sharia. La pura realidad es que hoy en día sería extremadamente improbable que, en Occidente, el gobierno enjuiciara a alguien por ridiculizar y despreciar a una organización que defiende la posesión de armas o a un político cristiano. No: estas extraordinarias acciones legales están casi exclusivamente reservadas para castigar a quienes han criticado al islam.
Veamos el caso del escritor danés Lars Hedegaard, condenado por discurso del odio en 2011 por decir, en una conversación privada en su propia casa, que muchas mujeres y niñas musulmanas son violadas por los miembros de su propia familia. (Su condena fue después revocada por el Tribunal Superior danés). O al político holandés Geert Wilders, juzgado tres veces en los Países Bajos —la tercera vez con éxito— por "discurso del odio" contra los musulmanes. O a la difunta escritora italiana Oriana Fallaci, juzgada en Francia y en Italia por "incitar al odio religioso" y "difamar al islam", respectivamente. O a la política finlandesa Terhi Kiemunki, hallada culpable de "calumniar e insultar a los adeptos de la fe islámica" porque había "afirmado que todos los terroristas de Europa son musulmanes".
Cada día, en el mundo occidental, se expresa un amplio abanico de opiniones sobre cualquier tema habido y por haber en libros, periódicos, revistas, discursos y entrevistas de televisión y radio. Una muy diminuta porción de esas opiniones declaradas acaban en demanda por calumnias o difamación personal. Y muy rara vez un fiscal del gobierno acusa a un ciudadano por criticar a un grupo o religión de "discurso del odio".
Invariablemente, el tema en cuestión es el islam. Los políticos y comentaristas justifican estos enjuiciamientos sobre la base de que los musulmanes de Occidente son una minoría vulnerable y que hablar mal de su religión podría fomentar los prejuicios e incluso la violencia contra ellos. Al contrario: parece obvio que la verdadera razón de estos enjuiciamientos es que los que están en posiciones de autoridad temen la violencia de los musulmanes si no se silencia a sus críticos.
Lo que dichos enjuiciamientos representan es la introducción de un elemento clave de la ley de la sharia en Occidente. Es irónico, pues, que el día después de que Volokh publicara sus comentarios sobre la demanda contra Mark Feigin en California, The Guardian publicara un artículo de Ed Pilkington en el que informaba de que, en EEUU, en el transcurso de 2017, se han presentado proyectos de ley en 18 parlamentos estatales que prohíben la ley de la sharia. "Los expertos jurídicos señalan que las leyes son innecesarias —escribió Pilkington— ya que la Constitución de EEUU es la ley suprema de la nación y cualquier ley extranjera está subordinada a ella".
Según un tal Elsadig Elsheij, decía Pilkington, la verdadera razón de las leyes contra la sharia era propagar el temor a los musulmanes americanos. "Aun en el caso de que estas propuestas no se convirtieran en leyes, contribuyen a someter a los musulmanes a vigilancia y a otras formas de exclusión y discriminación", dijo Elsheij, que hace seguimiento de estas iniciativas legislativas contra la sharia en representación de un tal Hass Institute. Pilkington citó después a otros "expertos" —desde el execrable Southern Poverty Law Center (SPLC) y el Council on American-Islamic Relations (CAIR), que tiene vínculos con el terrorismo— en el sentido de que las leyes contra la sharia "marginan y excluyen aún más a la comunidad musulmana", normalizan la "islamofobia", y demás.
En ninguna parte del artículo de Pilkington se insinuaba siquiera que la sharia está en auge en Occidente, marginando a los demás, y no menos en su país, Reino Unido, donde, como hemos visto, la policía parece a veces menos dispuesta a perseguir a los verdaderos criminales que a atormentar a los que ellos consideran culpables de delito del odio. (El pasado junio, por ejemplo, fueron arrestados tres hombres en Irlanda del Norte por exhibir "material antiislámico", y dos personas fueron detenidas en West Mercia por quemar un Corán). Pilkington no hacía mención alguna a los juicios al estilo de la sharia contra Wilders, Hedegaard y otros. Lo mismo que la fiscalía en el caso de Mark Feigin en California. Pilkington no hacía ninguna referencia al tribunal alemán que, el pasado junio, "autorizó a una autoproclamada policía de la sharia a seguir aplicando la ley islámica en la localidad de Wuppertal".
Pilkington tampoco daba cuenta de una ley alemana sobre discurso del odio que obliga a las redes sociales a eliminar publicaciones ofensivas. La ley, que entró en vigor el 1 de enero, no especifica qué constituye una publicación ofensiva, pero no le hace falta: a estas alturas, todo el mundo sabe de qué tipo de prohibiciones se trata. Fue por esta ley por lo que las publicaciones en Año Nuevo de Beatrix von Storch y Alice Weidel, funcionarias del partido Alternativa para Alemania (AfD) fueron eliminadas de Facebook y Twitter. Der Spiegel aplaudió estas acciones supresoras, pero lamentó que ponerle una mordaza a Storch y Wiedel les permitiera "presentarse como una [sic] víctima". Der Spiegel rechazaba altivamente las declaraciones de un funcionario de AfD respecto a que la nueva ley significa "el fin de la libertad de opinión", aunque sin duda sea, como mínimo, un alarmante y significativo paso hacia la supresión de la libertad de expresión. (Al diario Bild le honra haber reconocido el peligro de la nueva ley, y publicar un titular que decía: "¡Por favor, líbrennos de la policía del pensamiento!", y pedir que la nueva ley "se aboliera inmediatamente").
La siniestra cuestión de fondo aquí es que, en realidad, los mismos periodistas y opinadores que siguen insistiendo en que es absurdo preocuparse por que la sharia llegue a Occidente, van de la mano ideológicamente con aquellas autoridades que están introduciendo agresivamente leyes al estilo de la sharia en Occidente, enjuiciando agresivamente las opiniones que vulneran esas leyes y lanzando oscuras advertencias —en un tono que no se corresponde al de unos funcionarios públicos en un país libre— de que más te vale aprender a cumplir con la sharia, o lo lamentarás. La verdadera lección de todo esto es, por supuesto, que más nos vale aprender a ser agresivos en nuestra resistencia ante esta proliferación de prohibiciones influidas por la sharia o, ciertamente, acabaremos lamentándolo mucho, muchísimo.