La revelación de que Hezbolá ha duplicado su arsenal de misiles guiados que mantiene apuntados contra Israel en el último año representa un oportuno recordatorio de que Irán, junto con los numerosos satélites terroristas con que cuenta en la región, promete ser el más crítico desafío de política exterior para la inminente Administración Biden. En la imagen (Anwar Amro/AFP, vía Getty Images), un arco ensalzatorio del jefe de Hezbolá, Hasán Nasrala (derecha) y el Líder Supremo de Irán, ayatolá Alí Jamenei, engalana una calle de Beirut |
La revelación de que Hezbolá ha duplicado los misiles guiados que mantiene apuntados contra Israel en el último año representa un oportuno recordatorio de que Irán, junto con los numerosos satélites terroristas con que cuenta en la región, promete ser el más crítico desafío de política exterior para la inminente Administración Biden.
Para los ayatolás, 2020 resultó un año para olvidar. Para ellos tuvo un fatídico arranque cuando la Administración Trump consiguió asesinar a Qasem Soleimani, icónico comandante de la Fuerza Quds de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica: estrecho confidente del Líder Supremo de la República Islámica, Alí Jamenei, se encargaba de diseminar la maléfica influencia de Teherán por toda la región.
Además, el régimen iraní vio a su economía desangrarse como consecuencia de las sanciones de EEUU, que el presidente Trump adoptó tras retirarse del peligroso acuerdo nuclear que eventualmente permitiría a Teherán dotarse de armamento nuclear. A resultas de ello, el rial, la moneda iraní, ha perdido más de la mitad de su valor, mientras la inflación y el desempleo en la República Islámica superan el 20%.
Los mulás se las han tenido que ver también con una fuerte crítica nacional por su gestión de la pandemia del coronavirus. Así, se les ha acusado de reaccionar con gran lentitud y de pretender ocultar el número real de víctimas.
En Irán van a celebrarse elecciones presidenciales en junio, y los que mandan están claramente desesperados por ofrecer buenas noticias a su reticente electorado. Por eso el anuncio de Hasán Nasrala, jefe de Hezbolá, de que la milicia terrorista libanesa proiraní ha conseguido aumentar su arsenal misilístico contra Israel, pese a todos los contratiempos experimentados por Teherán el año pasado, supuso música para los oídos de los ayatolás.
Durante una entrevista de cuatro horas de duración en una televisión libanesa pro Hezbolá, la semana pasada Nasralá aseguró que los misiles de precisión de fabricación iraní con que cuenta su organización son ya capaces de alcanzar objetivos en cualquier parte de Israel, la Margen Occidental y Gaza. De ser cierto, se trataría de un sensible avance en la capacidad iraní para golpear a Israel, sobre todo si se tiene en cuenta que la Guardia Revolucionaria Iraní parece haber desplegado armamento similar en bases sirias de nueva construcción próximas a la frontera con Israel.
Aunque Nasrala pretendiera con esa declaración tratar de reforzar la posición de Hezbolá en el Líbano tras las críticas que recibió por la explosión registrada el pasado mes de agosto en el puerto de Beirut, no es probable que Israel vaya a tolerar la existencia de ese tipo de armamento tan cerca de sus fronteras.
La tensión entre Teherán y Jerusalén ya es elevada, luego de que la semana pasada se conociera que Israel ha mandado uno de sus submarinos al Golfo Pérsico, lo cual provocó una airada reacción de Abolfazl Amuei, portavoz del Comité de Política Exterior y Seguridad Nacional del Parlamento iraní, que lo describió como "un acto de agresión" y advirtió de que Irán se reservaba el derecho a responder.
Si bien numerosos analistas militares ven en la maniobra israelí, que se suma a una creciente actividad naval norteamericana en el Golfo, como una mera medida de precaución en los estertores de la Administración Trump, las hostilidades entre Israel e Irán jamás pueden descartarse, algo que debería tener bien presente el presidente electo Joe Biden.
Son numerosos los enemigos de Washington que ansían que la toma de posesión de Biden dé paso a una nueva Presidencia que adopte un tono menos confrontacional con el mundo que el de su predecesor.
Los gobernantes de la China comunista, por ejemplo, confían en que Biden se abone a la política de fútiles acuerdos comerciales tan querida por su predecesor demócrata, Barack Obama. Acuerdos por los que Washington accede a reforzar sus lazos comerciales con Pekín pese a saber de sobre que los comunistas chinos no tienen la menor intención de cumplir su parte.
Parecido optimismo rige en un Teherán donde los ayatolás están desesperados por que Biden cumpla su promesa de resucitar el acuerdo nuclear y levante las sanciones, lo que aliviaría las penurias económicas iraníes y les permitiría redoblar su capacidad nuclear.
Antes de hacer nada de lo que posteriormente pueda arrepentirse, Biden ha de reflexionar detenidamente sobre las consecuencias de tratar de mejorar las relaciones con Teherán. Como ha demostrado insistentemente desde la forma del acuerdo nuclear con la Administración Obama en 2015, el principal objetivo de Teherán es convertirse en la potencia hegemónica en Oriente Medio, no vivir en pacífica coexistencia con las demás naciones de la región.