Israel tiene demasiadas elecciones. Los palestinos tienen muy pocas. En los últimos cuatro años, Israel ha celebrado cinco. Desde 2006 –cuando Hamás ganó 74 de los 132 escaños del Consejo Legislativo Palestino–, los palestinos no han celebrado ninguna. Mahmud Abás lleva desde 2005 cumpliendo su mandato de cuatro años como presidente de la Autoridad Palestina (AP), y hay pocos indicios de que vaya a presentarse a las elecciones en breve –él o cualquier otro–. Parte de la razón por la que la AP no está dispuesta a dejar que el pueblo decida es su comprensible preocupación por que Hamás vuelva a imponerse.
Las recientes elecciones israelíes han sido broncas y por el momento poco concluyentes, pero dan cuenta de las opiniones profundamente encontradas de los ciudadanos de Israel, tanto judíos como árabes (entre otras filiaciones). También reflejan la compleja democracia parlamentaria, con múltiples partidos y umbrales mínimos que dificultan la formación de un Gobierno estable. Pero, teniendo en cuenta las alternativas, Israel lo hace bastante bien, si el objetivo principal de las elecciones es reflejar la voluntad del pueblo.
Recuerdo una conversación en una cena con el entonces presidente Bill Clinton y un puñado de invitados. Benjamín Netanyahu acababa de ser elegido para su primer mandato como primer ministro de Israel y uno de los invitados se quejaba de que era demasiado conservador. Empecé a defender a mi viejo amigo Bibi cuando Clinton dijo: «Deja que me encargue de esto». Continuó describiendo el complejo sistema electoral israelí y luego dijo: «El único problema de Israel es que es una democracia, ¡maldita sea!». Clinton explicó que si quería que Egipto o Jordania adoptaran alguna medida, podía simplemente llamar al presidente o al rey, respectivamente, porque eran ellos los que tomaban las decisiones. Pero si quería que Israel hiciera algo y llamaba al primer ministro, la respuesta era siempre: «Tengo que consultar al Gabinete reducido, al grande, a la Knéset [Parlamento] y a la opinión pública». Entonces añadió: «Israel es como nuestro país en ese sentido. Las decisiones importantes no las toma una sola persona».
Entonces me uní a la conversación y recordé a los invitados que Israel había virado de la izquierda a la derecha sólo después de que casi un millón de refugiados de la Unión Soviética se convirtieran en ciudadanos. Debido a sus experiencias bajo el comunismo, esos refugiados tendían a votar en contra de la izquierda –como la mayoría de los cubanos que emigraron a Estados Unidos tras la instauración del régimen castrista–. Además, el porcentaje de judíos muy ortodoxos ["very Orthodox Jews" en el original], que tienden a votar a la derecha, había aumentado debido a las diferentes tasas de natalidad. Le pregunté al crítico de Netanyahu: «¿Qué haría usted ante esos cambios demográficos?».
En una democracia, la demografía importa. No se puede decir a los ciudadanos a quién tienen que votar. Tal vez los hijos de los refugiados soviéticos se vuelvan más centristas, como lo han hecho algunos cubano-americanos, pero por lo pronto esos votantes seguirán votando contra la izquierda y a favor de la derecha. Muchos huyeron de las políticas y las falsas promesas izquierdistas de una serie de dictadores sudamericanos y no quieren saber nada más de ellas. Puede que a algunos de nosotros no nos guste el resultado de las recientes elecciones, pero no podemos interferir en el proceso democrático.
Si tuviera la misma conversación hoy, diría lo mismo. Ahora, sin embargo, hay una razón añadida por la que los israelíes que solían votar a la izquierda se han desplazado hacia la derecha: los cohetes de Hamás, los túneles de Hezbolá, el terrorismo palestino y la falta de disposición de la AP para aceptar las generosas ofertas de paz de 2000, 2001 y 2008.
Otras democracias occidentales han virado también hacia la derecha.
No basta con recordar al mundo que la mayoría de los países árabes y musulmanes tienen políticas que van contra los homosexuales, las mujeres y la libertad de cultos. Hay que decir y hacer más.
Lo mismo puede decirse de Estados Unidos. Pero sólo se condena a Israel, y se le amenaza con la deslegitimación, porque es una democracia y sus votantes, por las comprensibles razones expuestas, han llegado a desconfiar de la izquierda.
Para numerosos defensores veteranos de Israel, las recientes elecciones no son más que una nueva excusa para un viejo fanatismo. Sin embargo, hay algunos de signo moderado que han expresado su legítima preocupación por los ultraderechistas que puedan formar parte del nuevo Gobierno de Israel. Actualmente hay extremistas de ese tipo en el Congreso de Estados Unidos y en algunos de sus Gobiernos estatales. El Gobierno de Netanyahu debería hacer todo lo posible para distanciar a Israel, como nación de todos sus ciudadanos, de cualquier forma de fanatismo. Netanyahu ya ha empezado a hacerlo, pero será una tarea difícil, porque los partidos centristas se han negado a unirse a su Ejecutivo, lo que le obliga a establecer alianzas con personas y grupos con los que preferiría no tratar.
Pero la política es el arte de lo posible, y si Netanyahu quiere gobernar con eficacia, debe lograr un equilibrio adecuado. Ese equilibrio no puede incluir la tolerancia del racismo, la homofobia u otras formas de fanatismo. Si alguien puede llevar a cabo esta difícil tarea es, precisamente, quien más tiempo ha desempeñado el cargo de primer ministro de Israel.