La explosión de los precios de la energía tras el inicio de la guerra en Ucrania, pero sobre todo como consecuencia de la políticas energéticas verdes que han hecho a Europa tan dependiente del gas ruso durante los últimos 20 años, está llevando a cientos de millones de europeos a restringir su consumo energético en calefacción, especialmente este invierno.
Mientras lee esto, algunas familias europeas están en sus salones a 15 grados (59° Fahrenheit). ¡Feliz Año Nuevo!
Y el invierno no está cerca de su fin. Las innumerables restricciones en calefacción y electricidad que los europeos tienen que imponerse –no les queda más remedio– tendrán consecuencias devastadoras. Esta es la conclusión de un sólido estudio estadístico publicado recientemente por la revista británica The Economist.
Debido a los demenciales precios actuales de la energía, explica The Economist, este invierno morirán 147.000 europeos más que en el promedio anual del periodo 2015-2019. Si el invierno es suave, la cifra se reducirá a 79.000 muertes de más. Si el invierno es duro, se prevé que el excedente de muertes ascienda a 185.000:
"La única conclusión firme que ofrece nuestro modelo es que si las pautas de 2000-19 siguen vigentes en 2022-23, el arma energética rusa será muy potente. Con los precios de la electricidad cerca de sus niveles actuales, morirían unas 147.000 personas más (un 4,8% por encima de la media) que si esos precios volvieran a la media de 2015-19. Con temperaturas suaves –utilizando el invierno más cálido de los últimos 20 años para cada país–, esa cifra descendería a 79.000, un 2,7% más. Y con las [temperaturas] gélidas, tomando como referencia el invierno más frío de cada país desde 2000, ascendería a 185.000, un aumento del 6,0%."
Se calcula que decenas de miles de soldados han muerto en la guerra de Ucrania. Dicho de otro modo, y según The Economist, incluso en el mejor de los casos –un invierno suave–, la explosión de los precios de la energía podría matar a más europeos que soldados han muerto en la guerra de Ucrania. Asombroso.
The Economist se muestra prudente, y con razón: la explosión de los costes energéticos en el último año no tiene precedentes en Europa. La proyección estadística debe tener en cuenta las políticas nacionales de limitación y suavización de los precios de la energía. Sin embargo, siempre es saludable desconfiar de los modelos matemáticos a futuro –pensemos en los informes del IPCC y en las recientes proyecciones de muertes por covid.
El frío mata. El frío mata directamente a los que renuncian a la calefacción, a los que perecen en la calle. El frío favorece las enfermedades mortales propias del invierno. El frío mata a quienes intentan calentarse por medios alternativos e improvisados durante los apagones e interrupciones del suministro.
Esta tragedia es consecuencia directa de las políticas energéticas verdes que se han seguido en Europa durante los últimos 20 años.
La construcción del orden europeo occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial, que aún no era una "Unión Europea", se basó en gran medida en el deseo de fomentar la producción de energía abundante y barata. Dos de las tres comunidades originales –la del carbón y el acero y la de energía atómica– respondieron a ese deseo. El principal objetivo del Euratom era crear "las condiciones para el desarrollo de una potente industria nuclear europea" capaz de garantizar la independencia energética de los seis miembros originales de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (que acabó convirtiéndose en la Unión Europea).
Durante mucho tiempo, la política energética europea estuvo bajo la égida de expertos como Samuele Furfari, conscientes de que la energía sustenta la existencia humana en todas sus manifestaciones.
Hoy, la Comisión Europea está dominada por sedicentes ecologistas como Frans Timmermans y la alemana Ursula von der Leyen –y para qué hablar de las andanzas del Parlamento Europeo–. El desprestigio en que ha caído la única fuente de energía sostenible, no intermitente y genuinamente europea –la nuclear– se debe en gran medida a las decisiones de la UE.
Por supuesto, la energía nuclear no está exenta de riesgos y deficiencias. También está la cuestión de los residuos nucleares, que no son tan fáciles de gestionar. Sin embargo, tras el progresivo destierro del carbón en gran parte de Europa, y dado que los países de la UE prácticamente no disponen de gas propio de fácil extracción, sólo quedan dos opciones: la energía nuclear y el gas importado, procedente hasta ahora de Rusia, Qatar y Argelia, tres regímenes autoritarios. América también tiene gas, pero para eso Europa necesita terminales de gas natural licuado (GNL). Alemania, por ejemplo, sólo tiene una terminal flotante de este tipo. Estas son las razones por las que la energía nuclear debe formar parte del mix energético europeo, si el Viejo Continente quiere seguir siendo un poco independiente, especialmente de países como Rusia y Qatar.
Esto no exime de sus responsabilidades a los Gobiernos nacionales europeos. El presidente francés, Emmanuel Macron, desinvirtió en un primer momento en el parque nuclear francés, y ahora intenta parchearlo a toda prisa. Bélgica es el único país de Occidente que ha seguido cerrando reactores nucleares plenamente operativos desde el estallido de la guerra en Ucrania. Alemania ha sido comprada por Rusia y su gas. Las mayores organizaciones ecologistas europeas han sido financiadas masivamente (compradas, sobornadas) por Gazprom, es decir, por el Gobierno ruso.
La consecuencia de este ecologismo aplicado –el destierro del carbón por parte de los progresistas, la destrucción de las capacidades nucleares europeas, la extrema dependencia del gas ruso– es que nosotros, los arrogantes europeos, estamos pasando el invierno como un puñado de hobbits.
Drieu Godefridi es abogado (Universidad de Saint-Louis, Lovaina), filósofo (Universidad de Saint-Louis, Lovaina) y doctor en Teoría del Derecho (París IV-Sorbona). Es autor de 'El Reich Verde'.