Con Egipto sumido en la violencia étnica e interreligiosa, la guerra civil siria avanzando lentamente en su tercer año y el secretario de Estado norteamericano limitándose a prometer una acción "increíblemente pequeña" por parte de la única superpotencia mundial, resulta difícil atisbar algún rayo de esperanza. Pero es posible que haya uno: puede que por fin hayamos asistido a la desaparición de uno de los mitos centrales y más asentados de nuestro tiempo: la idea de que el conflicto palestino-israelí es la clave para la resolución de los problemas de Oriente Medio.
Después de ver lo sucedido desde el comienzo de la primavera árabe, éste podría ser un momento apropiado para preguntarse si los ministros de Exteriores occidentales no merecerían, simplemente, que los despidieran a todos y los enviaran de vuelta al colegio. Pocas veces en la historia de la diplomacia tanta gente se ha equivocado así durante tanto tiempo.
Por lo menos en los últimos veinte años, desde los Acuerdos de Oslo, la idea de que el conflicto palestino-israelí era la clave que solucionaría los problemas del Medio Oriente ha sido el tema recurrente en cualquier debate sobre la región. Era tan omnipresente que la gente se podía referir al "problema de Oriente Medio" como si todo el mundo estuviera de acuerdo en que todos esos castigados países sólo tenían un problema.
Por supuesto, si bien sería estupendo que todos los conflictos pudieran resolverse (Chipre, Cachemira, Turquía, Marruecos, Tíbet…), lo malo es que esa afirmación procedía de todo el espectro político. Los políticos de izquierdas lo decían, los de derechas también. Cualquiera que quisiera aparentar que sabía de lo que estaba hablando repetía encantado que resolver la cuestión palestino-israelí era la clave para solucionar todos los problemas de la región: "¿Qué es eso del Yemen? Bueno, el auténtico problema que tenemos que resolver es, por supuesto, la cuestión palestino-israelí". "¿Que han puesto una bomba en qué ciudad occidental? Bien, lo que verdaderamente tenemos que hacer es solucionar la disputa fronteriza esa de los israelíes".
Además, uno de los aspectos más extraños de todo esto es que, por algún motivo, cuando más debería haberse ignorado la supuesta importancia decisiva de la cuestión, más importante se volvió.
Tras el 11-S, cuando las ciudades occidentales comenzaron a convertirse en escenarios avanzados de la ofensiva global de unos islamistas con innumerables reivindicaciones y exigencias, los líderes del mundo libre decidieron, en cambio, volver a hacer sonar esta cantinela, que llevaba mucho tiempo muerta.
Tenemos, por ejemplo, la manía de la era Bush por abordar la cuestión clave. Tony Blair alardeaba en sus memorias de su determinación para convencer a George W. Bush de que el quid pro quo por el apoyo en la guerra de Irak debía ser un impulso al proceso de paz palestino-israelí. La creencia de Blair en la importancia fundamental de la cuestión era inagotable, y lo sigue siendo. Entonces, al igual que ahora, se veía confirmada por un tipo concreto de político sobre el terreno. El ex premier recuerda una reunión con el primer ministro libanés Fuad Siniora en septiembre de 20006, en la que éste hizo hincapié en que nunca podría haber paz en la región hasta que se resolviera la cuestión de "Israel/Palestina". "Con ella, todo es posible; sin ella, nada lo es", dijo el libanés. Por supuesto, Blair asintió a todo:
Me comprometí de nuevo a hacer lo que pudiera para que el presidente estadounidense volviera a centrar nuestros esfuerzos en ello.
Blair recuerda otra momento de reflexión sobre la cuestión palestino-ísraelí:
Con [las conversaciones de paz] en punto muerto, iban a suceder toda clase de cosas malas.
Esta idea no era sólo la tesis favorita del primer ministro; había calado en los altos cargos del Foreign Office, así como en los discípulos y herederos de Blair en el Parlamento. David Miliband, su antiguo secretario de Exteriores, aún seguía hablando de la importancia fundamental de la disputa el año pasado, cuando, estando en la oposición, se sirvió de una entrevista televisiva sobre un tema completamente diferente para decir que este conflicto era la clave y lo más urgente que atender.
No se trata de un problema que sólo tenga el Partido Laborista. El primer ministro conservador, David Cameron, ha repetido la misma cuestión ad nauseam, lo mismo que el secretario de Exteriores, William Hague, y todos los integrantes de la actual clase dirigente política, con apenas excepciones.
Si alguna vez se elaborara una lista completa de todos los defensores de esta falacia, agotaría la paciencia del más aplicado de los lectores. No es necesario decir que el mensaje atravesó Europa. Catherine Ashton –la lamentable ministra de Exteriores de la UE– ha pasado todo el tiempo que lleva en el cargo, desde 2009, repitiendo como un papagayo la idea de la "clave para la región". Ha demostrado una habilidad digna de mención para tenerla en la cabeza, pese a que durante su gestión Oriente Medio se ha venido abajo prácticamente en todas partes menos en Israel y Palestina. Hasta el anterior director del MI5 (el servicio británico de inteligencia doméstica) ha dicho que la cuestión palestino-israelí es un factor que debemos abordar por cuestiones de seguridad nacional.
Me he centrado en Gran Bretaña, pero se puede decir lo mismo de cualquier otro lugar de Occidente. Podemos encontrarnos la misma situación en todos y cada uno de los países europeos. Y, por supuesto, la misma historia se repite en Estados Unidos, donde la actual Administración, lo mismo que sus antecesoras, parece haberse tragado bien el anzuelo con este tema.
En tres años de levantamientos, derrocamientos, revoluciones y contrarrevoluciones, apenas ha salido a la calle un solo manifestante, en ningún país, para expresar su indignación ante las actuales disposiciones de urbanización en Jerusalén Este. En cada uno de esos casos han salido para tener voz sobre su futuro, o para pedir trabajo, un salario justo, oportunidades o, simplemente, algo que llevarse a la boca. Las demandas de los palestinos y de sus propagandistas occidentales ni siquiera estaban al final de la lista de exigencias de ninguno de los levantamientos árabes. E Israel, al igual que no ha desempeñado ningún papel en sus revoluciones, tampoco lo ha hecho, en modo alguno, en sus subsiguientes conflictos civiles.
Es hora de afrontar el hecho de que, en casi todos los países occidentales, ministerios de Asuntos Exteriores enteros y clases dirigentes políticas al completo se han visto atrapados en la repetición obstinada de una idea, de forma tan equivocada que, si tuvieran algo de vergüenza, ahora se quedarían callados. Mientras, deberíamos decirles que, aunque puede que les escuchemos en algún momento del futuro, no lo haremos hasta que se marchen por un tiempo.