"El abanderado de la yihad para liberar Jerusalén". Así es como la reseña publicitaria de Palestina, un nuevo libro publicado la semana pasada en Teherán por Ediciones Revolución Islámica, presenta a su autor.
El autor es el gran ayatolá Seyed Alí Huseini Jamenei, Guía Supremo de la República Islámica de Irán, un hombre cuya fetua ha sido reconocida como dotada de valor legal por el presidente de Estados Unidos, Barack Obama.
El libro de 416 páginas, editado por Said Solh Mirzai, ha sido aprobado por la oficina de Jamenei y, por tanto, es el documento más autorizado sobre su postura respecto al tema.
Jamenei deja clara su postura desde el principio: Israel no tiene derecho a existir como Estado.
Emplea tres palabras. Una de ellas es nabudi, que significa "aniquilación"; otra es imha, que significa "desvanecerse", y la tercera es zaval, que significa "borrar".
Jamenei sostiene que su estrategia para destruir a Israel no está basada en el antisemitismo, que describe como un fenómeno europeo. Su postura se fundamenta en "principios islámicos bien establecidos", según él.
Uno de ellos es que un territorio que queda sometido al poder musulmán, aunque sea durante un breve periodo de tiempo, nunca más puede entregarse a los no musulmanes. Lo que cuenta en el islam es el control del Gobierno de un país, aunque la mayoría de sus habitantes no sean musulmanes. Los jomeinistas no son los únicos que creen esto.
En el mundo islámico circulan decenas de mapas en los que se muestra la extensión de territorios musulmanes perdidos ante los infieles y que deben ser recuperados. Entre ellos se incluyen amplias zonas de Rusia y de Europa, al menos un tercio de China, toda la India y parte de las Filipinas y de Tailandia.
Sin embargo, según Jamenei, Israel, al que denomina adu y doshman, que significa "enemigo" y "adversario", es un caso especial por tres motivos. El primero es que es un leal "aliado del Gran Satán americano", y un elemento clave de su "malvado plan" para dominar "el corazón de la Umma" [la comunidad global de los creyentes musulmanes]. El segundo motivo es que Israel ha combatido contra los musulmanes en una serie de ocasiones, lo que lo convierte en un "infiel hostil" (kafir al harbi). Y, en último lugar, Israel es un caso especial porque ocupa Jerusalén, a la que Jamenei describe como "la tercera ciudad santa del islam". Revela que uno de sus "deseos más ansiados" es poder rezar algún día en Jerusalén.
Jamenei insiste en que no está recomendando "las clásicas guerras" para borrar Israel del mapa. Tampoco desea "masacrar a los judíos". Lo que recomienda es un largo periodo bélico de baja intensidad para hacer la vida desagradable, cuando no imposible, a la mayoría de los judíos israelíes, de forma que se marchen del país.
Sus cálculos se basan en la suposición de que muchos israelíes tienen doble nacionalidad y preferirían emigrar a Estados Unidos o a Europa antes que verse sometidos a amenazas de muerte diarias.
Jamenei no hace referencia alguna al programa nuclear iraní. Pero se sobreentiende que un Irán con armas nucleares haría que Israel se lo pensara dos veces antes de responder a la estrategia del líder iraní adoptando acciones militares contra la República Islámica.
Según el análisis de Jamenei, una vez el coste de permanecer en Israel se vuelva demasiado alto para muchos judíos, las potencias occidentales, sobre todo Estados Unidos, que han apoyado al Estado judío durante décadas, podrían decidir que el coste de ese apoyo es más alto que sus posibles beneficios.
Gracias al presidente Obama, Estados Unidos ya se ha distanciado de Israel hasta un punto inimaginable hace una década.
Jamenei cuenta con lo que considera "cansancio de Israel". La comunidad internacional podría empezar a buscar lo que él denomina "un mecanismo práctico y lógico" para poner fin al largo conflicto.
El "mecanismo practico y lógico" de Jamenei excluye la fórmula de los dos Estados en cualquiera de sus formas.
"La solución es una fórmula de un solo Estado", afirma. Ese Estado, que se llamaría Palestina, estaría bajo control musulmán, pero admitiría que se quedaran como "minorías protegidas" algunos no musulmanes, incluidos algunos judíos israelíes que demostraran tener "genuinas raíces" en la región.
Según el plan de Jamenei, Israel, la Margen Occidental y la Franja de Gaza volverían a estar bajo un mandato de Naciones Unidas durante un breve periodo de tiempo, en el cual se celebraría un referéndum para crear el nuevo Estado de Palestina.
Todos los palestinos y sus descendientes, independientemente de dónde estén, podrían votar, mientras que los judíos, "que han venido de otros sitios", quedarían excluidos.
Jamenei no menciona cifras de posibles votantes en su referéndum soñado. Pero según estudios realizados por el Ministerio de Exteriores en Teherán, al menos ocho millones de palestinos de todo el mundo podrían votar, frente a 2,2 millones de judíos "aceptables" como futuros ciudadanos de segunda de la nueva Palestina. Así, el guía supremo está seguro del resultado que tendría el referéndum que propone.
No aclara si el Reino de Jordania, que ocupa el 80% de la Palestina histórica, quedaría incluido en su plan de un solo Estado. Son embargo, una mayoría de jordanos, de origen palestino, podrían votar en el referéndum y, lógicamente, convertirse en ciudadanos de la nueva Palestina.
Jamenei presume del éxito de su plan de hacer la vida imposible para los israelíes mediante ataques desde el Líbano y Gaza. Su última táctica es reclutar "combatientes" en la Margen Occidental para crear unidades del tipo de las de Hezbolá.
"Hemos intervenido en asuntos antiisraelíes, y eso conllevó la victoria en la guerra de 33 días librada por Hezbolá contra Israel en 2006 y en la de 22 días entre Hamás y los israelíes en la Franja de Gaza", alardea.
Jamenei describe a Israel como "un tumor canceroso", cuya eliminación supondría que "la hegemonía y las amenazas de Occidente quedarían desacreditadas" en Oriente Medio. En su lugar, fanfarronea, "se promovería la hegemonía iraní".
El libro de Jamenei también se ocupa del Holocausto, al que considera "una estratagema propagandística" o una tesis discutible. "Si existió algo semejante", escribe, "no sabemos por qué ocurrió ni cómo".
Jamenei ha estado en contacto con negacionistas profesionales del Holocausto desde los años 90. En 2000 invitó al negacionista suizo Jürgen Graf a Teherán y lo recibió en audiencias privadas. El negacionista francés Roger Garaudy, un estalinista convertido al islam, que también fue honrado en Teherán como "el mayor filósofo europeo vivo".
Con el apoyo de Jamenei el expresidente Mahmud Ahmadineyad creó un centro de investigación sobre el Holocausto, dirigido por Muhamad Alí Ramin, un funcionario iraní vinculado a los neonazis alemanes, que también ha organizado seminarios anuales sobre el fin de Israel.
Pese a los esfuerzos por disimular su odio a Israel con términos islámicos, el libro deja claro que Jamenei está más influido por el antisemitismo de tipo occidental que por las típicas relaciones accidentadas del islam con los judíos.
Su argumento de los territorios que se vuelven "islámicos de manera irrevocable" no cuela, aunque sólo sea por su inconsistencia. No tiene nada que decir sobre amplias zonas de antiguos territorios islámicos, incluidos algunos que fueron iraníes durante milenios, que ahora son gobernadas por Rusia.
Tampoco está listo para iniciar una yihad que expulse a los chinos de Xinjiang, un janato musulmán hasta finales de los años 40 del pasado siglo.
Israel, que en términos territoriales sólo equivale a un 1% de Arabia Saudí, es una presa de muy poca monta.
Las lágrimas de Jamenei por "los sufrimientos de los musulmanes palestinos" tampoco resultan convincentes. Para empezar, no todos los palestinos son musulmanes. Y si sólo los sufridores musulmanes son dignos de compasión, ¿por qué el guía supremo no se da golpes de pecho por los rohingya birmanos y los chechenos masacrados y encadenados por Vladímir Putin, por no mencionar a los musulmanes que a diario son asesinados por correligionarios suyos en todo el mundo?
En ningún momento Jamenei menciona siquiera, en estas 416 páginas, la necesidad de tener en cuenta las opiniones de israelíes o palestinos sobre su receta milagrosa. ¿Y si ambos quisieran una solución de dos Estados?
¿Y si quisieran solucionar sus problemas a través de la negociación y el compromiso y no con el plan de borrar del mapa que él propone?
Jamenei revela su ignorancia de las tradiciones islámicas cuando denomina a Jerusalén "nuestra ciudad santa". Como estudioso de la teología islámica, debería saber que "ciudad santa" y "tierra santa" son conceptos cristianos que no caben en el islam.
En el islam, el adjetivo "santo" está reservado sólo a Alá y no puede aplicarse a nadie ni a nada más. El mismo Corán se denomina al Manid ("glorioso"), y no es un libro santo, como lo es la Biblia para los cristianos.
El guía supremo debería saber que a La Meca se la llama al Mukarrama ("la generosa") y a Medina al Munawara ("la iluminada"). Ni siquiera las ciudades-santuario chiíes de Irak se denominan muqadas ("santas"). A Nayaf se la llama al Ashraf ("la más noble") y a Kerbala al Muala ("la sublime").
En los primeros días de su misión, el profeta Mahoma acarició la idea de hacer de Jerusalén el punto focal de las oraciones en el islam. Pronto la abandonó, y eligió en cambio su ciudad natal, La Meca, donde el cubo negro (Kaaba) llevaba siendo un imán para los peregrinos desde varios siglos antes de que apareciera el islam. Por eso, algunos escritores musulmanes clásicos se refieren a Jerusalén como "la descartada" (al yarmiya), como una primera esposa sustituida por una nueva favorita. En el siglo XI, el califa fatimí chií Al Hakim incluso ordenó la destrucción de la descartada Jerusalén.
La cuestión palestino-israelí no es religiosa; es un conflicto político por territorio, fronteras, reparto de recursos hídricos y seguridad. Quienes, como Jamenei, tratan de instilar una dosis de enemistad religiosa en este ya de por sí complejo cóctel no son dignos de muchas simpatías.