Si la lógica funcionara en política, la pregunta al presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, debería haber sido: ¿por qué su país ha buscado con tanto afán –pero en vano– el ingreso en la Unión Europea?
Erdogan habla de un «Occidente malvado», pero quiere formar parte de él; ¿quizá para mejorarlo? ¿Por qué Turquía envió a 15.000 de sus hijos a rendir honores a 700 soldados muertos en una guerra que tuvo lugar a 8.000 km de distancia, en la península de Corea? Turquía es candidata a ser miembro de pleno derecho de la UE desde 1987, pero la campaña militar de Corea le valió el ingreso en la OTAN en 1952.
Desde los años cincuenta, la búsqueda turca no ha cesado. De ahí la sorprendente información del pasado día 9 de que el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, dijo sonriente que Erdogan, tras varios meses de bloqueo unilateral, había aceptado enviar el protocolo de adhesión de Suecia a la OTAN al Parlamento turco «lo antes posible» y contribuir su aprobación. Como ocurre a menudo en periodismo, la noticia aquí no estaba en el titular, aunque «Turquía aprueba el protocolo de adhesión de Suecia a la OTAN» era la única que un periodista podía recoger.
La ideología islamista y antioccidental de Erdogan no es un secreto para nadie. Poco antes de las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias (14 y 28 de mayo), el mandatario turco acusó a los partidos de la oposición de haber entregado el país a un Occidente supuestamente hostil. En 2022, afirmó que Occidente invadió el mundo con su poder blando, la esclavitud, las masacres, el colonialismo. En 2021 declaró el fin de la hegemonía occidental y de un consenso que acepta la superioridad de Occidene. El islamista ha acusado en numerosas ocasiones a la Administración estadounidense de armar a los militantes kurdos en el norte de Siria y de absterse de vender sistemas de armamento a Turquía.
En 2017 amenazó a Occidente de la siguiente manera: «Si esto [la islamofobia] persiste, ninguna calle del mundo será segura para los occidentales». También en 2017, sentenció que la «mentalidad de los cruzados» estaba «atacando a Turquía». Y en 2018 advirtió: «Nos enfrentamos a una nueva alianza de cruzados». Como era de esperar, Erdogan ha descrito a Alemania y Holanda como «los remanentes del nazismo».
¿Por qué un hombre que odia tan apasionadamente la civilización occidental no se siente políticamente cómodo sin los vínculos institucionales que unen a su país con Occidente? La UE que Erdogan ataca verbalmente tiene una población de 450 millones de habitantes y es cuatro veces más rica que Turquía. Con el 40% del mismo, la UE es el principal mercado exterior de Turquía. Con una pobre inversión extranjera directa de 5.500 millones de dólares en el primer semestre de 2023, Turquía mira a los países que considera «remanentes del nazismo». En ese periodo, los tres principales inversores extranjeros en Turquía fueron Holanda, Suiza y Alemania.
Según el Banco Mundial, en un informe del pasado abril,
el crecimiento de la productividad se ha ralentizado a medida que el ímpetu reformista ha decaído en la última década, y los esfuerzos se han dirigido a apoyar el crecimiento con auges del crédito y estímulos de la demanda, intensificando las vulnerabilidades internas y externas. La elevada deuda del sector privado, el persistente déficits por cuenta corriente, la alta inflación y el elevado desempleo se han visto exacerbados por la inestabilidad macrofinanciera desde agosto de 2018.
«Turquía se dirige muy rápidamente hacia una crisis monetaria o, hablando más formalmente, de balanza de pagos», afirmó Atilla Yesilada, analista turco de GlobalSource Partners.
Erdogan necesita dinero. Lo necesita ahora, y preferiblemente de los mercados occidentales, en lugar de inyecciones puntuales por parte de Rusia y los Estados amigos del Golfo. «Vincular la entrada de Turquía en la UE al protocolo de adhesión de Suecia a la OTAN es tan absurdo como encontrar un anclaje de Turquía en el Nafta a cambio de que México entre en la UE», me dijo un embajador de la UE en Ankara el pasado día 10.
Erdogan está abriendo una nueva mesa de negociación. Exigirá una revisión del acuerdo de unión aduanera Turquía-UE de 1995 y la liberalización de los visados (busca unas normas más laxas para los ciudadanos turcos), que formaban parte de un acuerdo de 2016 entre Ankara y Bruselas pero que, desde entonces, no han avanzado.
Con ello, Erdogan pretende: 1) aumentar su legitimidad internacional, especialmente tras su reelección como presidente (28 de mayo); y 2) mantener a Turquía dentro del proceso de adhesión a la UE, que calcula puede dar a Ankara mejores opciones de endeudamiento en los mercados internacionales, así como la posibilidad de enviar 84 millones de turcos a Europa y cambiar potencialmente la religión hegemónica del Viejo Continente.
Erdogan está intentando claramente enviar una señal al Congreso de Estados Unidos mostrando un cálculo de política exterior más prooccidental y menos prorruso para los próximos dos años. ¿Quizá espere que el Congreso apruebe la venta de cazas F-16 Block 70 a Turquía? Habrá muchos momentos de tira y afloja durante el proceso, pero éste es el comienzo de una nueva guerra táctica entre la Turquía de Erdogan y Occidente.
«Los suecos estaban demasiado ansiosos por recibir la bendición de Erdogan», me dijo el pasado día 10 Eugene Kogan, experto en defensa afincado en Tiflis (Georgia); «y Erdogan se sirvió de ese anhelo para amarrarlos. ¿Recuerdan a Gulliver en el país de Liliput?».