Retrocedan veinte años e imaginen que alguien les dice que las democracias occidentales desarrolladas dedicarían las primeras décadas del siglo XXI a introducir nuevas leyes antiblasfemia. Seguro que su sabio yo más joven habría dicho "Quiere decir revocar, ¿verdad?" Y si les hubieran convencido de que no, de que de verdad iban a aplicarse nuevas leyes antiblasfemia en un futuro no muy lejano, su siguiente pregunta habría sido, sin duda: "¿Entonces cómo ha conseguido regresar así la Inquisición española?"
El país en intentar –una vez más– imponer nuevas leyes antiblasfemia en el siglo XXI es Canadá. Y digo "una vez más" porque algunos lectores recordarán las discusiones de la década pasada cuando los periodistas Mark Steyn y Ezra Levant, entre otros, fueron conducidos ante las ridículas Comisiones de Derechos Humanos de Canadá y se les pidió que explicaran por qué habían dicho algo con lo que los comisarios estatales no estaban de acuerdo. Esas comisiones pronto se convirtieron en objetivo para todo aquel al que le importa la libertad de expresión. La imagen de un gris funcionario que obliga a unos periodistas a explicar qué les había impulsado a escribir algo comenzaba verdaderamente a parecer una tragedia que se repite, no como farsa, sino como un procedimentalismo alienante.
Pero ahora parece que la peor idea canadiense de la época moderna ha vuelto. La Asamblea Nacional de Quebec está considerando aprobar un proyecto de ley que convertiría en delito cualquier crítica al islam, que pasaría a considerarse discurso del odio. El Proyecto de Ley 59, que es el nombre de este último procedimiento totalitario, ha sido presentado por la ministra de Justicia, Stephanie Vallee; el presidente de la Comisión de Derechos Humanos de Quebec (CDHQ), Jacques Fremont, habría dicho, al parecer, que espera poder usar esos nuevos poderes contra "la gente que escribiría contra (...) la religión islámica (...) en una web o en una página de FB".
Es posible que todo esto no sea más que una artimaña para ganar dinero, una versión refinada del viejo truco de poner señales de límite de velocidad muy pequeñas para luego sacarle la pasta a cada desprevenido infractor. Al fin y al cabo, la CDHQ podrá imponer multas de hasta 10.000$ por "propagar ese discurso". El Tribunal de Derechos Humanos podrá decidir en cada caso cuánto dinero exige.
La ley es tan mala, los burócratas implicados tan desalentadoramente horribles, que verdaderamente todo ello basta para que uno quiera ir a Canadá para ayudar a tumbar esta terrible ley. Seguro que cualquier defensor de la libertad de expresión digno de tal nombre sentirá ese mismo instinto aunque nunca antes haya estado en el país. Es cierto, se avecinan tiempos desagradables. El Tribunal planea mantener una lista pública de culpables de discurso del odio, al estilo de una base de datos de delincuentes sexuales. Al parecer, eso significa que la gente podrá comprobar que no vive cerca de alguien que pueda expresarse con palabras. Así que puede que todos acabemos en un gueto con libertad de expresión en el que los amables y felices canadienses a los que no les gusta dicha libertad no tengan que oírnos. O puede que tengamos que dispersarnos y ser repartidos por todo el país, con tal de que estemos lo bastante lejos de cualquier centro enseñanza, emisora de radio, etc. Lo mejor de todo es que los miembros de la Comisión no tendrán que esperar a que alguien presente una queja para poder intervenir; tiene autoridad para actuar de oficio y buscar por sí misma cuestiones ofensivas. Cabe preguntarse si no se convertirá (algo imprevisible por completo) en uno de esos departamentos gubernamentales que siempre encuentran trabajo para justificar su existencia.
La primera prueba podría ser ver si podemos explicar por qué el año pasado Michael Zehaf-Bibeau asaltó el Parlamento de Ottawa y disparó contra un soldado que rendía honores en el memorial nacional de guerra. Resulta difícil pensar cómo cualquier información sobre este atentado no podría ser considerada, de algún modo, ofensiva por algún musulmán en alguna parte, o por parte de los fieles islámicos, así que estoy seguro de que monsieur Fremont estará de acuerdo en que lo más seguro es no informar sobre un atentado contra el Parlamento canadiense, o asegurarse de que todos los periódicos o individuos que mencionen semejante atentado sean multados de inmediato con 10.000$ y aparezcan en la lista de delincuentes culpables de discurso del odio. ¿No sería, de hecho, más cómodo para los Tribunales poner a todos los escritores en un sistema de débito directo y cobrar automáticamente la multa a absolutamente a todo el mundo después de cada atentado?
Y luego podemos empezar a plantear todas las preguntas que, en los últimos años, todos nos hemos acostumbrado a no poder plantear. ¿Monsieur Fremont y la ministra Valleee permitirán que alguien pueda escribir sobre antisemitismo contemporáneo o sobre las más virulentas formas actuales de homofobia? De acuerdo, ambos temas son intereses de minorías y nunca entrarían dentro del ámbito de los tribunales canadienses de derechos humanos, pero puede que en algún momento aparecieran en el perfil de alguien en alguna red social, o en la prensa nacional. En ese caso, ¿las autoridades competentes se asegurarán de que ningún gay ni ningún judío puedan identificar y describir este fenómeno? O, si alguien lo hace ¿será posible asegurarse de que desista mediante un sistema de multas y listas de la vergüenza?
En la última década el sistema canadiense quedó ante el mundo como un idiota. Esperábamos que el país hubiera aprendido que, para la mayoría del mundo civilizado, las leyes antiblasfemia son cosa del pasado. Pero tras los últimos acontecimientos de Quebec ya no volveremos a engañarnos. El mundo entero podrá ver que en Canadá las leyes antiblasfemia son cosa del futuro.