¿Por fin está cambiando la opinión mundial sobre Arabia Saudí? Durante años, uno de los mayores bochornos y contradicciones de la diplomacia occidental ha sido la íntima relación entre Occidente y la casa saudí. Desde luego, tanto Gran Bretaña como Estados Unidos tienen parte de responsabilidad por colocar a la familia real saudí en el lugar que ocupa y por mantenerla en él. De no ser por ello, además de por tener las mayores reservas mundiales de petróleo, la gente a la que actualmente llamamos "familia real saudí" no sería ni más rica ni más famosa que cualquier otro grupo de pastores de cabras de la región.
Desde hace décadas, la familia real saudí ha supuesto un continuo bochorno para el mundo civilizado. Su versión wahabismo radical no sólo es una de las peores interpretaciones de la religión islámica (en dura pugna con algunos serios rivales); además es la base de un sistema religioso y jurídico que no se han conformado con mantener dentro de sus fronteras, sino que lo consideran tan exitoso que lo han difundido por todo el mundo, al tiempo que promueven la violencia en el exterior para evitar que les estalle en casa.
Desde las mezquitas del norte de África a las escuelas europeas, estas doctrinas wahabistas abusivas y retrógradas pueden encontrarse en cualquier lugar. Hace diez años se descubrió que la Academia Rey Fahd del oeste de Londres, patrocinada por los saudíes, empleaba libros de texto del Ministerio de Educación saudí en los que, entre otras cosas, se enseñaba a los jóvenes alumnos que los cristianos y los judíos son monos y simios. Pero incluso pese a que esas ideas se hayan introducido en nuestros países, nuestros dirigentes las han tolerado. La posibilidad de que el hipotético régimen que sucediera al de la casa saudí fuera incluso peor que el actual ha sido una de las razones para ello, al menos en los últimos años. Otro de los motivos, seguramente mucho más probable, ha sido el simple deseo de llevarse un pedazo del pastel que representa el dinero del reino del desierto. Así, aunque Arabia Saudí practique y exporte una versión del islam esencialmente indistinguible de la que practica el Estado Islámico, la alianza ha perdurado. Hasta ahora.
En marzo de este año la ministra de Exteriores sueca, Margot Wallstrom, hizo unas declaraciones contra la brutal represión saudí sobre el 50% de su población: las mujeres. También se opuso a la condena del régimen al bloguero Raif Badawi, sentenciado a recibir mil azotes por el delito de escribir un blog moderado en el que manifestaba el deseo de que se pudiera tener más libertad de expresión. La sentencia fue, según Wallstrom, "medieval", y representaba "un cruel intento de silenciar modernas formas de expresión".
La propaganda del régimen saudí atacó rápidamente a la ministra sueca por su "intolerable intromisión en los asuntos internos de Arabia Saudí". La maquinaria propagandística saudí ha tenido que emitir muchos comunicados semejantes últimamente, especialmente cuando, en las últimas semanas, la atención mundial se ha centrado por fin en el caso de Alí Mohamed al Nimr, detenido a la edad de 17 años y condenado a ser decapitado y crucificado. El escándalo internacional provocado al fin por esta incalificable sentencia sugiere que, en esta Era de la Información, es posible que la casa saudí no sólo haya ido demasiado lejos, sino que haya llegado al final del camino.
La semana pasada otros dos activistas saudíes pro derechos humanos (Abderramán al Hamid y Abdelaziz al Sinedi) fueron condenados a prisión por haber creado ilegalmente una organización pro derechos humanos, cuestionar la credibilidad y objetividad del sistema judicial, interferir con la Comisión Saudí de Derechos Humanos (podemos imaginarnos cómo es) y calificar a Arabia Saudí de Estado policial, entre otras acusaciones por el estilo.
Estos casos están por fin llamando la atención de manera significativa, y aparecen en los principales periódicos y medios de comunicación. Hay un caso británico que ha despertado la atención mundial. Está previsto que uno de estos días Karl Andree, un abuelo de 74 años, ciudadano británico, que lleva un año encarcelado en Arabia Saudí, reciba 350 azotes tras haber sido hallado culpable del imperdonable delito de ser descubierto con vino de elaboración casera en su poder.
Como su familia de Gran Bretaña ha explicado en una apelación al primer ministro David Cameron, es probable que la sentencia mate al Sr. Andree, que está debilitado por el cáncer.
Resulta significativo que casos de barbarie saudí rutinaria como éste estén por fin provocando algún tipo de reacción. El Reino Unido y Arabia Saudí habían cerrado un contrato por valor de 5,9 millones de libras esterlinas (9,1 millones de dólares) para que los británicos formen a los guardias de prisiones saudíes, pero en los últimos días Londres ha cancelado el acuerdo. La causa fue una discusión del Gabinete en la que, al parecer, el nuevo ministro de Justicia, Michael Gove, insistió en que el Reino Unido no podía cerrar semejante acuerdo con Arabia Saudí. Los dos casos concretos que habría mencionado al respecto fueron los de Andree y Alí Mohamed al Nimr.
Al parecer, el secretario de Exteriores se mostró en desacuerdo con Gove, y calificó su opinión de "ingenua". Pero el ministro de Justicia, muy apropiadamente, se impuso. Naturalmente, el ingenuo no es Michael Gove, sino los dirigentes occidentales que esperan que nuestros países sigan haciendo negocios como si tal cosa con un régimen que condena a nuestros ciudadanos (o a quien sea) a recibir azotes, y que decapita y crucifica a los disidentes.
Los días de horror secreto en Arabia Saudí hace tiempo que pasaron. Ahora los habituales abusos y atrocidades que comete su régimen pasan rápidamente de la blogosfera a los periódicos y a las mesas ministeriales con un impulso imparable. Los políticos ingenuos son los que creen que la opinión pública occidental no sabe qué clase de albañal de los derechos humanos es Arabia Saudí, o los que creen que, aunque lo sepamos, en Occidente nos quedaremos sentados y nos conformaremos con ello. Si alguna vez fue así, esa época ya pasó.